20 de julio, fiesta patria (conmemorativa de la rebelión contra la “madre patria”). Ayer se cumplieron treinta y tres años de la cornada mortal que le asestó “Monín” en medio del pecho a Pepe Cáceres. Lo atravesó y estrelló contra la barrera despedazándole la reja costal.
Sin rencores. Fue legal. De frente, a vida por vida, en la suerte suprema y natural. Salieron muertos los dos. Mejor el toro, allí mismo. Peor el torero que padeció 26 días terribles, comatosos, innecesarios. De respiración artificial, sepsis y agonía. Tenía 52 años, treinta de alternativa y aspiraba despedirse de Madrid en otoño. No llegó.
Hace ya un tiempo, peripatéticos por la calle Alcalá recordábamos con Ricardo Díaz Manresa, su confirmación en Las Ventas. Me dijo muy serio entre otras cosas: —Uno de los que lució con mayor propiedad el traje de luces —Cierto, era y parecía torero.
Total. En la vida y en los tercios. Le vi corridas de banderillear y picar con maestría. Aunque malogró con la espada grandes faenas. Como escribió José Luis Suarez Guanes de aquellas dos, la tarde en que Rafael Ortega y Antoñete, se lo presentaron a Madrid con toros de Tassara. Le ocurrió no pocas veces. Los malquerientes, que su arrogancia cultivó con frondosidad, lo hicieron clisé. Inmerecido, muchas más veces redondeó con buenas estocadas triunfos irrefutables.
También ganadero y empresario simultáneamente, fue de todo en los toros, pero sobre todo aficionado. Desde su niñez, cuando escapó de casa y una cuadrilla de bufos, encabezados por Melanio Murillo "Pancho Pistolas", (luego su gran picador), lo descubrió en un destartalado bus intermunicipal y le dio protección y escuela. El resto venía con él. Antonio Bienvenida, José María Martorell y toros de Buendía le graduaron en Sevilla. Cortó una oreja.
Estilista por vocación y obsesión, de ahí en adelante firmó su verdad con la sangre de innumerables cornadas. Pues más que el estoicismo, la estética o la industrial regularidad que despreció, la pasión fue la esencia de su toreo. Nunca dejó a nadie impasible. Transparente, como un personaje de tragedia griega, vertía en cada escena toda su procesión interna.
Arrastrado por el destino, buscó sin tregua eso que imaginaba perfecto. Tenaz, lidiando consigo mismo, con el toro y con el mundo. Entre el miedo y el coraje, la ilusión y el infortunio, la felicidad y la desgracia sus tormentas interiores trascendían crudas al tendido. En Colombia, durante las tres décadas de su carrera, no se podía ser sino cacerísta o anticacerista.
Fui de los primeros, lo confieso. Su torería, vulnerabilidad, terquedad frente al fracaso e increíbles resurgimientos me conmovieron siempre.
Se casó tres veces. Con una reina de belleza, con una cantante-actriz y con una pintora. En todas tuvo hijos. Ninguno torero. Su ganadería cordillerana Campo Pequeño (Santa Coloma) desapareció. Sus cenizas están en la Catedral de Manizales. Sus estatuas allí, en Bogotá y Medellín han sido blancos de infames. Su recuerdo real se va yendo con los viejos aficionados y su leyenda extraviándose por laberintos de habladuría, tergiversación, y olvido.