Para José Saramago la inmortalidad es el resultado de nuestras acciones. En su novela "Ensayo sobre la ceguera" dice: "Si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después las probables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos. Los buenos y los malos resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos aquí para poder comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón, hay quien dice que eso es la inmortalidad de que tanto se habla".
Si esto es válido en cualquier ser humano, mucho más en los artistas y en los maestros que tocan con sus acciones, directa o indirectamente, a infinidad de personas.
La Real Academia Española utiliza varias acepciones para la palabra "maestro", entre ellas: "Dicho de una persona o de una obra: De mérito relevante entre las de su clase. Persona que enseña una ciencia, arte u oficio, o tiene título para hacerlo. Persona que es práctica en una materia y la maneja con desenvoltura".
Llamamos "maestro" a un matador de toros porque destaca por su relevancia, domina el oficio y porque lo que realiza ante el toro lo hace con maestría.
Paco Cañamero, en Glorieta Digital, afirma que "Maestro es quien enseña por sus formas e interpretación, deja escuela y la gente se fija en él". Critica que llamen maestro a cualquier torero que se ha vestido de luces, pues "ser maestro" es algo grande y es un título que debe ser reservado a los que dejan huella.
Y lo explica de la siguiente manera:
"Maestro fue Manolo Escudero, al que un cornalón quitó en el momento de irrumpir a figura. Pero tenía tal maestría con el capote del que todo el mundo quería imitar sus lances. Maestro del temple fue Dámaso González y otro Dámaso –Gómez– casi olvidado fue otro maestro grande; como el maestro del toreo al natural ha sido Antoñete, mientras que del empaque y la prestancia lo tuvo en Antonio Ordóñez; maestro siempre fue Rafael Ortega, pero a la hora de matar nadie lo hizo como él".
Ayer nos dejó uno de los maestros que más han influido en mi vida. Gracias a él afiné mi vocación, aprendí la importancia del cuidado de los detalles y a intentar dar el mayor esfuerzo en cada una de mi tareas.
Al enterarse de la noticia mi colega Francisco Arenas, quien también fue discípulo suyo, me escribió: "Me sorprende y duele la noticia, pero creo que su buen corazón latió bien, influyendo en muchos, y elevando las aspiraciones de otros. Vivió como quería, y casi siempre se salió con la suya. Disfrutó los muchos gustos, caprichos y pasatiempos que su brillante cabeza inventaba. Puso en su lugar a más de un granuja, y fue el azote de superficiales, pusilánimes y cobardes. Tenía una debilidad encantadora por los altos artes del comer, beber y del pensar. Tuvo algunos amigos, y mucha gente le quiso".
La pandemia hace que la muerte de la gente querida se sufra más, pues evita que podamos asistir a velatorios y darle un abrazo a quienes, como nosotros, están sufriendo. Que sirva de consuelo que los resultados de los dichos y obras de mi maestro seguirán resonando e influyendo por todos los días del futuro.