...lo que de verdad preocupa ahora es ese otro tipo de violencia...
No hubo miedo. La buena noticia, más allá de lo que pasara en el ruedo, es que la Santamaría volvió a llenarse el pasado domingo. A pesar de la campaña de violencia organizada del día de la reapertura, los aficionados bogotanos no se amedrentaron a la hora de ejercer su –¿momentánea– libertad de ir a los toros.
Claro que para que eso sucediera se necesitaron 3 mil 200 policías que, en varios cordones y controles, evitaron que volvieran a repetirse las escenas de fascismo callejero del 22 de enero. Es decir que, ahora sí, las autoridades cumplieron con su deber y obligación de proteger el derecho de los ciudadanos a acudir a un espectáculo legal.
Pero el despliegue policial ante la pretendida vuelta a la carga de los antitaurinos –en internet llegaron incluso a promover el lanzamiento de objetos desde las torres que asoman sobre los tejados de la plaza– no deja de ser un cínico lavado de imagen de los mismos políticos que alentaron el bullying contra la cultura del toro.
Porque lo que de verdad preocupa ahora es ese otro tipo de violencia, mucho más dañina y retorcida, que se cierne sobre la tauromaquia colombiana, que no es otra que la violencia legal: la de los proyectos de ley, la de las intrigas de la Corte Constitucional, la de la demagogia y la búsqueda de votos a cualquier precio por parte de políticos indignos.
Los peores y más temibles antitaurinos son los que están en las instituciones y en los medios de comunicación, porque son los que legislan y manipulan obedeciendo a los intereses bastardos del gran negocio del animalismo y los que, estos sí, tienen la capacidad y el poder suficientes para darle el puntillazo definitivo a la fiesta de los toros.
De momento, algo extraño se está cociendo en los pasillos y en los despachos de esa misma Corte Constitucional que permitió y amparó la vuelta de las corridas a Bogotá, a la espera del que se teme un radical golpe de timón de quienes sopesan la legitimidad de las leyes colombianas.
Y es que, hoy por hoy, cualquier cosa puede esperarse en un país en el que, con el señuelo de una ansiada paz definitiva tras décadas de violencia, unos cuantos políticos honestos rivalizan con medradores y oportunistas que, en busca de cargos y prebendas, serían capaces de vender a su madre a cambio de un puñado de votos.
Ese podría ser el caso del propio presidente Juan Manuel Santos, recién galardonado con el Nobel de la Paz y miembro de una de las sagas de aficionados más ilustres de Colombia, hasta el punto de que su tío Hernando incluso fomentó el toreo de forma soberbia en el país como director del diario El Tiempo. Porque se sabe ya que en su gabinete, en caso de que no lo consiguiera la Corte Constitucional, alguien está gestando el proyecto de ley que acabaría de una vez con la tauromaquia o, aún peor, la reglamentaría con carácter incruento.
Los políticos buscarían así una paz sin toros. Una paz unilateral, sometida, también, a la imposición y a la victoria de los violentos y al silencio de los damnificados, en este caso ciudadanos inermes privados de sus derechos.
Sin caer en fáciles, pero probablemente injustos paralelismos sobre el proceso con las FARC y el narco, que obedecen a matices mucho más complejos, lo peor de todo es que esta de la prohibición, o de la suavización, será también una paz sin futuro, una herida cerrada en falso que nada resolvería.
Y también sería un pésimo precedente a seguir por los gobiernos de los otros países taurinos americanos, a los que de inmediato acosaría un animalismo crecido, no por la paz sino por la victoria. Porque ya se sabe que peor que la guerra siempre fue la prepotencia de los vencedores.