Los tiempos que corren le van dejando poco espacio al asombro. Y mucho a la desfachatez. La barbarie escala a grandes pasos y va repartiendo por doquier descompuestos mazazos. Mal que nos pese, habitamos el reino de lo absurdo, lo incongruente, lo deshumanizante. La vida sigue, pero ¿dónde habrá quedado la linterna de Diógenes capaz de alumbrarla? Pregunta que se hacen también los aficionados a toros, especialmente en estos días de enero y en las calles de Bogotá.
Enemigos al acecho
El pasado domingo 22, los aficionados de la capital colombiana amanecieron de plácemes. La plaza Santamaría, convenientemente remozada, abría sus puertas tras cinco años sin toros –producto de la alcaldada del muy "progresista" edil Gustavo Petro–, y un sol espléndido iluminó desde temprano las avenidas y las plazas de Bogotá. No todos tendrían acceso al coso, porque las reformas redujeron su aforo a poco más de 10 mil asientos, pero, después de una mesa dominical inusualmente apresurada, los ilusionados poseedores de una entrada encaminaron sus pasos hacia el viejo coliseo (1931), que había vendido todo el boletaje con semanas de antelación.
Los esperaba, sin embargo, una recepción inusual. Las calles aledañas al céntrico circo taurino se encontraban inundadas de manifestantes, parapetados y estratégicamente separados en grupos, para hacerlos víctimas de una injustificada y salvaje agresividad. Las manifestaciones antitaurinas estaban previstas, tanto que el alcalde actual, Enrique Peñaloza, prometió encabezarlas, bien alineado –pura conveniencia política– con las masas enfermas de taurofobia, ese fenómeno en crecimiento exponencial durante los últimos años. Peñaloza se abstuvo, pero los antis no. Bien orquestados desde las redes sociales, dispuestos a pasar de las inevitables cartulinas ofensivas y la consabida violencia verbal a los empellones, los escupitajos y las pedreas contra taurófilos pacíficos.
Es de admirar la actitud estoica de quienes, en las proximidades del coso, sufrieron tales vejámenes, mal protegidos por agentes de la policía que resultaron incapaces de refrenar la barbarie de quienes presumen de hipersensibilidad ante el sufrimiento animal y juzgan intolerable el "asesinato de toros", sin necesidad de activar en sí mismos el buen juicio esperable de cualquier persona medianamente sensible y sensata. Su presunta piedad no es más que una coartada perversa, que no resiste análisis racional alguno y que se expresó mediante agresiones a ancianos y mujeres indefensos –véanse los numerosos videos obtenidos ese domingo en las afueras de la Santamaría.
No sólo exponen tales humanoides una contradicción irresoluble entre medios y fines, sino que, en última instancia, exponen grados enfermizos de irracionalidad fóbica, única explicación a las (sin)razones de la negativa colombiana, expresada en reciente referéndum, a poner fin a la contienda civil que ha destrozado por más de medio siglo al hermano país, o –vía el auge globalizante de los facebooks y twitters a que tan afecto resultó Mr. Trump–, a la larga y alevosa serie de desmanes y dislates que en avalancha recorren el mundo alguna vez civilizado en los albores de este malhadado 2017.
El bullying
A la caracterización tantas veces aquí explorada del activista taurofóbico (incultura, pulsión fóbica, fanatismo, integrismo, ausencia total de empatía –para con la fauna humana, se entiende–, corrección política, oportunismo, buenismo, intolerancia, etc.) habrá que añadir, tras el comentado bogotazo, evidencias de un agresivo bullying contra los inermes aficionados (entendiéndose por bullying el abuso sádico, canallesco y gregario ejercido en contra de personas o minorías en notoria situación de indefensión). Este vocablo de moda reúne en sí la malignidad de la acción que nombra y su condición de préstamo lingüístico del inglés, es decir, de la cultura dominante que ha emprendido el sometimiento de todas las demás a su chata visión del mundo, raíz tanto del llamado pensamiento único como de la globalización neoliberal que malamente soportamos.
La defensa
Por cierto, a propósito de los graves altercados de Bogotá y de la declaración de la corte suprema colombiana, algunos de cuyos miembros pseudorogresistas se dicen dispuestos a reconsiderar el mandato constitucional que puso fin a la abolición ilegal de las corridas, se ha recordado en España que en países tan avanzados como Francia y Alemania, la ley permite el sacrificio de animales siempre que la fuerza de la tradición de alguna minoría lo justifique –un caso sería el del ramadán islámico–. En lo que a México respecta, hace unas semanas se informaba aquí de la investigación científica que reveló que la raza toro de lidia mexicano posee un genoma único, y por lo tanto, el gobierno nuestro está obligado a proteger dicha familia, derivada de la especie bos primigenius, cuya sobrevivencia se encuentra irremediablemente atada a la de las corridas de toros.
La condición, eso sí, consiste en enterar oficialmente de esto a la FAO, y, por supuesto, gestionar ante la UNESCO la declaración de la tauromaquia como patrimonio cultural inmaterial de México.
Lo taurino, arrinconado
El retorno de los toros a Bogotá contó con un encierro a la medida –presentable sin más, asequible y pastueño por lo demás–, procedente de las dehesas de Ernesto Gutiérrez. Ni se rompió en varas ni se distinguió por su bravura, pero al menos salieron tres como para hacerles fiestas, y quedaron bien distribuidos a razón de uno por espada de la terna con la que reabrió la Santamaría.
El Juli anduvo fácil con el difícil y aprovechó a tope al más toreable de los seis. Una demostración de poderío absoluto, no siempre acompañada por el buen gusto, pues con pasajes llenos de temple y mando alternó giros vertiginosos e innecesarias brusquedades. Como pinchó una vez y aun tuvo que descabellar, el premio se redujo a una aplaudida vuelta al ruedo.
La primera oreja la había cortado a ley el caleño Luis Bolívar. Fue con su primero, por faena larga, concienzuda y responsable, corriendo la mano y mandando siempre sobre una embestida sin mayor clase pero repetidora. Al final, el zaino quiso rajarse, pero Bolívar lo retuvo con autoridad y lo estoqueó con eficacia. Con el otro, dividió opiniones.
Roca Rey, no hay ni que decirlo, era el más esperado de los tres y a nadie defraudó. Contó también con el lote más propicio pero eso es lo de menos, todo mundo sabe que el peruano sale siempre a quedarse quieto y es capaz de sacar agua de las piedras. Entregado y variado con el percal y con el público a favor, a los dos les cuajó faena, y si la primera la estropeó con la espada –de todos modos hubo vuelta al ruedo tras la muerte de "Esperanza", con el que había confirmado alternativa– con el sexto acertó al primer viaje y el alboroto dio para dos orejas y triunfal paseo en hombros en olor de multitud.