Dura tarea tienen ante sí las empresas taurinas de este ya no tan joven siglo XXI. No basta con que los insumos de una corrida o novillada cualquiera se hayan encarecido sin medida. Adicionalmente, es bien sabido que la tauromaquia se encuentra en la picota, puesta ahí como ejemplo de incorrección política para regocijo de embravecidas oleadas de usuarios de las redes sociales, obedecidos a pie juntillas por políticos oportunistas y medios masivos en plan de abrazarse a cualquier moda con tal de sobrevivir.
Y si bien no es la primera ocasión que la Fiesta sufre ataques frontales, éstos nunca tuvieron tanta fuerza como en la era altamente tecnologizada y moralmente extraviada que vivimos. Qué más da que los valores anglosajones, que sin duda están detrás del sistemático ataque a la tauromaquia y, en general, al patrimonio cultural de los pueblos, exhiban su inmensa vacuidad, tan fielmente representada por Donald Trump: si los taurófobos no han sido capaces de asomarse, siquiera por un momento, a la singular riqueza del mito-rito-arte táurico, menos lo serán de entender estos paralelismos. Sería como pedirle peras al olmo.
A las organizaciones taurinas, en cambio, sí procede exigirles que asuman el reto desde los valores propios de la corrida. Y que se vayan enterando que es ahora o nunca. En España, donde costó un mundo que lo entendieran, parece asomar la punta de una sana reacción. En Bogotá, donde un alcalde populista, incapaz de resolver la problemática social enarboló el cierre de la plaza Santamaría como muestra de un progresismo de fachada, la Corte Suprema, al pronunciarse en su contra con la ley en la mano, abrió la puerta a la no por ello menos complicada reapertura del legendario coso, a cargo de una empresa que ya anuncia una breve pero atractiva temporada –sin ningún mexicano, eso sí–, capeando las inercias perversas de un lustro sin toros. En Francia, la respuesta a la disposición senatorial de retirarle a la tauromaquia su estatus de patrimonio cultural inmaterial ha sido prontamente respondida con un simposio que el orden taurino francés –férreamente unido– acaba de llevar a cabo en la propia sede del Senado.
¿Qué pasa en México?
Aquí llevamos más de dos decenios a la deriva, merced a una empresa autorregulada y una raza bovina decadente –el post toro de lidia mexicano, esa fofa pesadilla en cuatro patas–, y acompañado lo anterior por la virtual desaparición de la Fiesta de la escena pública, prensa y medios audiovisuales incluidos. El opaco panorama lo complementa la ausencia de toreros con poder de convocatoria y la escasez de taurinos inteligentes y con alma, capaces ya no digamos de revertir, al menos de advertir la compleja realidad en que se debate la Fiesta. Es un magro consuelo que tan nefasta empresa haya dejado la Plaza México tras 23 años de sistemática demolición de lo que fue la afición más competente de América, y acaso la más sensible del orbe. Porque esa huida no deja de ponerle muy cuesta arriba las cosas a la empresa su sucesora al frente de los destinos de la Monumental
Si derrumbar algo sólido fue siempre tarea incomparablemente más rápida y sencilla que erigirlo, reconstruir sobre ruinas es reto al alcance de muy pocos, puesto que requiere de visión, talento, perseverancia y apoyos poderosos, internos y externos. Es decir, que no basta con poner empeño, recursos y buenas intenciones: hay que establecer alianzas, hacer una muy buena lectura de las complejidades del presente y optimizar el uso de los elementos disponibles para alimentar en la gente la convicción de que el proyecto emprendido realmente tiene futuro.
De ese tamaño es el desafío para la flamante administración de la Plaza México, cuyos primeros pasos, a contracorriente, no han sido precisamente venturosos.
Rigidez normativa
Dado que inició actividades muy fuera de tiempo –allá por agosto, y sin una adecuado proceso de entrega-recepción por parte de su antecesora–, lo razonable habría sido que la empresa Bailleres-Sordo solicitara de la delegación Benito Juárez una prórroga que, por esta única vez, flexibilizara la normativa de programar al menos doce novilladas antes de la temporada de corridas, que el reglamento capitalino prescribe debe comenzar, a más tardar, el primer domingo de noviembre. Que la delegación no daba su brazo a torcer –y quizá tampoco la propiedad del coso–, pues para eso estaba el poder negociador de Alberto Bailleres, que desde luego no es poco.
Al final, la emergente administración del coso optó por organizar a toda prisa una serie novilleril que no acabó de calar en el ánimo de la gente, de por sí destanteada ante las contradictorios rumores que, a falta de información precisa, circularon durante el interregno del cambio de empresa. Para colmo, la crisis de novilladas y novilleros largamente instalada en el país, y hasta las adversidades climáticas, conspiraron contra el lucimiento de la improvisada Temporada Chica, pronto abandonada por el público pese a la buena presentación de los encierros. Como remate, la impericia de los muchachos se reflejaría en algunas cornadas, por fortuna ninguna grave.
Planteamiento de emergencia
Con toda la premura del caso, al cuarto para las doce, la empresa anunció los diez primeros carteles de su Temporada Grande, reincidiendo en el error de confundir el concepto "temporada" con el de feria: en éste último, presentar la cartelería completa es obligado; en el primero, lo históricamente probado consistía en anunciar una base fija para los primeros carteles –usualmente uno o dos espadas ancla, uno de ellos extranjero, más la procedencia del ganado–, e ir completando de acuerdo con los resultados de los festejos. En orden, claro, de meter ambiente y público a la plaza.
No se hizo así, se apostó contra natura y los resultados están a la vista: apenas se recuerda inauguración de temporada con asistencia más escasa, forzado el aficionado a elegir entre ese cartel inicial y el del día siguiente, con un aumento de precios como condicionante adicional. Y tampoco la divisa anunciada –de un reputado criadero de post toros de lidia mexicanos– invitaba al desembolso.
Que el segundo cartel haya quedado en prematuro mano a mano a causa de la fractura de clavícula sufrida una semana antes por Luis David Adame no era tampoco todo lo inevitable que la empresa pareció entender: sobraban, creo, postulantes con qué reemplazar al brillante chico hidrocálido como para no quemar tan pronto una competencia –Joselito-Roca Rey– que pudo ser oportuna para inaugurar la Acrópolis de Puebla, pero no como segundo cartel de una Temporada Grande. Luego lo de Xajay salió como salió y la corrida no tuvo relieve. Pero esas cosas pasan.
En resumen, que armar una Temporada Grande bajo circunstancias tan especiales obligaba a una estrategia asimismo especial. A negociar y proceder bajo parámetros distintos de los habituales. Y, ahora mismo, a entender que los tropiezos traen siempre una enseñanza. Y que siempre estará abierta la posibilidad de rectificar sobre la marcha, que es lo que espera la afición capitalina.
Sábado-domingo
Otros intentos de explicar el fracaso taquillero del festejo inaugural –no completamente resarcido por la entrada del mano a mano, buena a secas– apuntan a la osadía de abrir temporada con corridas consecutivas en sábado y domingo. Desde luego, no era lo aconsejable, pero tampoco se trató de algo enteramente inédito. Bajo la gerencia de Alfonso Gaona, La México abrió así dos veces su Temporada Grande, y hay que decir que con gran éxito de público. Y lo hizo en años casi consecutivos, libre aún la capital del yugo reglamentario de empezar la campaña a finales de octubre o principios de noviembre.
Primero fue en 1978: para el 11 de febrero, el astuto optometrista anunció la alternativa del novillero triunfador Jorge Gutiérrez de manos de Manolo Martínez y con Curro Rivera de testigo, toros de Javier Garfias; y un lleno a la altura de la ocasión vio triunfar a Curro, en tanto la bronca a Martínez animaba la taquilla del día siguiente, domingo 12, con el propio regiomontano –que no se sacó la espina–, Mariano Ramos –autor de un faenón de dos orejas– y un cumplidor Manolo Arruza, para dar cuenta de flojo encierro de Torrecilla. Y para abrir la temporada 1979-80, más de lo mismo: Rivera, Arruza y la confirmación de César Pastor, con Campo Alegre, inauguraron la serie un sábado 22 de diciembre; al día siguiente, Manolo Martínez inmortalizaba al indultado "Amoroso" de San Miguel de Mimiahuápam, Miguel Espinosa, en pleno ascenso, paseó una oreja, y el español Lázaro Carmona saldó su debut dando una vuelta al ruedo tras despachar al de la confirmación, "Mensajero", más tarde elegido el más bravo y completo de aquella temporada.
Eso por no hablar de las varias ferias efectuadas en las décadas de los años 50 y 60 en El Toreo de Cuatro Caminos, a base de corridas en días consecutivos y prácticamente a lleno por tarde. Pero esa... esa era otra época de la Fiesta.