Desde el barrio: La verónica, suerte en extinción
Martes, 01 Nov 2016
Madrid, España
Paco Aguado | Opinión
La columna de este martes
La actualidad lleva tanto tiempo forzándonos a escribir de política y de otras miserias en relación a la tauromaquia que parece que se nos hubiera olvidado hablar de toros. Pero, por salud mental y taurina, no es conveniente perder esa buena costumbre, tan poco práctica al parecer, que tanto tiempo ocupó a generaciones de aficionados y profesionales a lo largo de los siglos.
Porque quizá sea ese, precisamente, uno de los grandes problemas que tiene el toreo actual: que no se habla de toros en puridad; que no hay tertulias donde paladear la buena conversación y escuchar a los que saben; que ni siquiera hay debate de opiniones, salvo el cruce banal de acusaciones en las redes sociales. Pero, como dijo algún día en la radio el torero Tinín, con su retranca madrileña, "no se puede ser buen aficionado por internet".
Y, para ser sinceros, convengamos que tampoco los periodistas hablamos realmente de toros, ni en las crónicas supersónicas a que nos vemos obligados, ni en los reportajes y artículos cada vez más limitados a un tiempo y un espacio a todas luces insuficientes para llevar a la práctica ese buen ejercicio intelectual, que como el propio toreo ha de hacerse despacio y en profundidad.
Es así, entre tanta prisa, como se nos van “sin torear” los detalles más evidentes de la evolución de la tauromaquia actual, que quedan inadvertidos o pasados por alto entre una sucesión de reseñas rutinarias, lameronas y condicionadas, cuando no mal redactadas en ese lenguaje encriptado y vacío que poco informa y nada aporta al análisis.
Estamos tan preocupados los cronistas de las orejas que se cortan o se dejan de cortar o de saber el nombre de los nuevos pases que se suman a la efectista corriente posmoderna que apenas apreciamos los cambios que se han ido produciendo en la tauromaquia. Entre ellos, la condición residual en que está quedando el toreo a la verónica.
Aunque casi podría decirse lo mismo del natural, es un hecho que el lance fundacional de la tauromaquia no atraviesa por la mejor de sus épocas, relegado en la mayoría de los casos a su versión más práctica como elemento de brega, la más defensiva y liviana, para recibir y parar a los toros recién salidos de chiqueros.
Y si no, hagan memoria y deténganse a contar los toreros en activo que, de salida o en los quites, realmente torean a la verónica con acento e intensidad artística, porque les sobrarán dedos de una mano. Sí, son una minoría los auténticos conservacionistas de esta especie capotera, la más compleja de ejecutar de tan pura y simple, que ha entrado en peligro de extinción frente a la agresiva invasión de la más vistosa, y superficial, variedad.
Los motivos del cambio también son variados, y algunos, todo hay que decirlo, no cabe achacárselos únicamente a los toreros sino al propio toro, cuyo mayor volumen, sobre todo en España, obliga a administrar su lidia y a no forzarle de salida para evitar que se dañe y sea víctima de su propia y fuerte inercia inicial.
Claro que, por extraño que les suene, también cuenta la propia selección que están llevando a cabo algunos ganaderos de vanguardia, enfocada, más allá de la valoración que hagamos de su criterio, a que el toro no rompa a embestir con verdadera entrega hasta el tercio de muleta, minimizándole así la dureza de los dos primeros tercios pero reduciendo estos, y con ello también al toreo de capa, a un trámite reglamentario sin matices artísticos.
Pero para esa paulatina desaparición de la verónica cuenta, sobre todo, el mimetismo de las nuevas generaciones de toreros, tan abducidos por la moda de la vistosidad y el efectismo que se limitan a replicar, apenas sin esfuerzo, una larga lista de suertes "desparasitarias", como las llama mi amigo Luis Ortega, que, desde luego, exigen para su ejecución mucho menos valor, entrega, perfección y temple que el eterno lance de capote.
No se trata aquí de desdeñar la imaginación a la hora de ejecutar las suertes, pues de la diversidad y de la diferencia también se alimenta el toreo, pero no por ello deberíamos perder las referencias básicas que dan a cada una de ellas su verdadero valor, ya que el buen futuro del toreo pasa inexcusablemente por primar la esencia que sustenta su trascendencia artística y por evitar su trivialización para marcar la diferencia en estos tiempos livianos.
Bienvenida sea, pues, la variedad, pero siempre y cuando no se lleve por delante el toreo fundamental, ese que perfeccionaron y ahondaron los fundadores, los clásicos y algunos revolucionarios para ir haciendo de la tauromaquia un arte profundo que alimenta el alma.
Porque, si hablamos de México, Pepe Ortiz no aportó, con toda su imaginación, más que Solórzano y El Soldado con sus verónicas hondas, igual que sus grandes reyes españoles –Cagancho, Curro Puya, La Serna…– de los años 30, con sus lances mecidos y rotos al ritmo de esa "campana del sur" que describió Gerardo Diego.
Sería imperdonable que, entre tantos fuegos de artificio, dejáramos perder esa herencia de grandeza que ahora sólo está en manos de unos pocos artistas de la resistencia cultural.
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