Abrí de pronto una revista de los años cuarenta del siglo pasado y no sólo me encontré con los toreros allí reunidos, sino con la fresca y reciente puesta en escena interpretada por Rodolfo Rodríguez. Pareciera como si el diestro tlaxcalteca se hubiese escapado de aquellos tiempos idos, separados del peculiar color sepia para adquirir el color de nuestro tiempo, el que es posible admirar y lo atestiguamos el domingo 7 de enero.
Cada imagen, cada pase, cada suerte de las muchas que tiene guardadas en el arcón de los recuerdos El Pana, sin ningún empeño egoísta fue sacándolas una a una con lo que nos hizo retroceder en el tiempo pensando, de inmediato en toreros como Alberto Balderas El torero de México (etiqueta que hoy le cabría el honor de ostentar el fabuloso torero de Apizaco, Tlaxcala). Allí están también Lorenzo Garza, Silverio Pérez, Luis Procuna, Andrés Blando, Carlos Vera Cañitas, Antonio Velázquez, Joselillo, El Ranchero Jorge Aguilar, "El Loco" Amado Ramírez…
La lista es importante, pero el grado de admiración con el que ha recreado esas maravillas del toreo lo son aún más. Veamos: Quite del clavel, quite del sueño, la Rielera, la Tlaxcalteca, la Adelita, el pase de cola de gallo, el del relicario, el del tomate, el de la amargura, el desaire o el del más allá sin faltar su inigualable "par de calafia".
Y no es que se descubra el hilo negro, sólo que hacía falta quien lo rescatara, bordando con él las suertes con que la tauromaquia ha pervivido a lo largo de los últimos tres siglos, en que ha alcanzado grados de madurez. Contra el minimalismo, estos aires de renovación. Contra la apatía de los últimos tiempos, la apuesta de Rodolfo Rodríguez "El Pana", quien en una sola tarde, (seguida ya de otra también espectacular en Moroleón, Guanajuato el 15 de enero siguiente y otra en San Juan del Río el 21 del mismo mes) ha provocado un auténtico parteaguas entre lo que significaba su discreta despedida en medio del mejor silencio posible y ésta reacción en potencia que redescubre el toreo en México a la luz de su mágico quehacer.
Los aficionados que tenemos el privilegio de acudir permanentemente a cuanto festejo mayor o menor que se organice en la capital del país, nos dimos cuenta, a partir del 7 de enero, que aquel "domingo siete" se convirtió en el vuelco esperado, en el brusco golpe de timón que se necesitaba para sacudir hasta las entrañas mismas, a una tauromaquia en descomposición. Estoy convencido que hasta las cuatro de la tarde de aquel primer domingo de enero, la fiesta no sólo había tocado fondo. Estaba en él, sumergida, padeciendo el ahogo hasta un punto casi inconcebible.
Sin embargo, dos horas después el escenario era otro, tan diferente, en el que ocurrieron cosas radicales. De pronto, esa "catedral sumergida" emergía, salía a la superficie a respirar los aires de renovación provocados por la tempestad de un hombre sumergido también en los tentadores influjos del alcoholismo y que no esperaba nada de la fiesta, pero tampoco de la vida. Ese hombre, a sus 55 años, con muchas menos posibilidades físicas, y con una reducida cantidad de festejos por delante que hubiesen podido compensar su desmejorada economía; aunque con posibilidades de afianzar el porvenir del espectáculo en nuestro país, pusieron todo esto sometido al destino.
Recordemos que Curro Romero o Rafael de Paula, incluyendo a Antonio Chenel "Antoñete", superaron los sesenta de su edad y continuaban toreando, quizá en menor cantidad, pero su caso estaba soportado por la frecuencia pertinente de sus apariciones que se precedían, además del misterioso velo de lo desconocido, de la incontenible brujería del arrastre que sus nombres en los carteles suponía para gozo y admiración de los aficionados. Pero para Rodolfo Rodríguez, el rodaje no existe. Que es torero de manifestaciones artísticas más que técnicas no lo ponen en el dilema de enfrentarse a una condición física inmejorable, pero sí la suficiente mentalización para enfrentar lo que cada día, y cada tarde que se le presente como una oportunidad más en la vida, serán, en conjunto, un reto, el profundo desafío a contender consigo mismo y la adversidad.
El sacudimiento de ese "domingo siete" nos ha puesto de nuevo en el camino de aquellas viejas jornadas en que se comentaba, se platicaba y se analizaba el toreo con el gusto y regusto que supone la emoción y todos los elementos consubstanciales que intervienen y participan en la tauromaquia, tan española, pero tan mexicana que, por consecuencia la hacen universal en el sentido de su permanente intercambio que hoy tiene en la figura de Rodolfo Rodríguez "El Pana" a un torero relevante que aún mantiene en su vocabulario las mismas palabras con que un día salió con empeño quijotesco a enfrentar lo mismo molinos de viento que mandones consagrados.
Es posible que hoy guarde ya un poco de mesura con respecto a lo que fueron sus años mozos, que tanto aislamiento y marginación le causaron, pero guarda la misma postura, los mismos principios que lo alentaron en el arranque de su ya prolongada trayectoria como matador de toros. Será que así le funciona mejor puesto que al trascender de nuevo en el medio, con esos vientos nuevos y frescos, mantiene el mismo talante provocador. Hay más equilibrio en sus palabras pero en el fondo conservan idéntica razón que le identifican como el torero diferente, ese que no solo se ha conformado construyendo un pedestal. Es el mito en persona.
Con un Rodolfo Rodríguez "El Pana" que de pronto nos proyecta en línea recta hacia todo cuanto ocurrió en un período específico como son los años 30, 40 o 50 del siglo pasado, etapa en la que se concentran numerosos e imborrables acontecimientos. Hoy, este personaje salido de las páginas color sepia, se ocupa de recuperar el tiempo perdido, no sólo el suyo. También el de la tauromaquia mexicana de nuestros días que adquiere aires de renovación.
Recuerdo del 7 de enero de 2007.