Banners
Banners
altoromexico.com

Tauromaquia: El ninguneo y sus razones

Lunes, 10 Abr 2017    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
"... la agridulce sensación de que toreros con las posibilidades..."
Terminó la grande 2016-17 en la Plaza México y, por más que uno busque y rebusque, la memoria se resiste a devolverle algo que merezca la pena recordar. Saltará, claro, la torerísima sucesión de aldabonazos propinados por Sergio Flores en el portón de acceso a los favoritos del público capitalino, los fogonazos de arte de Morante, la maestría de El Juli… y poco más. Y entre ese poco más, la agridulce sensación de que toreros con las posibilidades de Juan Luis Silis, Antonio Romero o Pepe Murillo parezcan condenados –ojalá no– al hoyo negro del desperdicio, una especialidad mexicana más vigente que nunca.

Sálvese quien pueda

Para la torería nacional en general –como para los hierros anhelados por los ases– constituyó esta temporada un notorio paso atrás, del que apenas logran evadirse los antes mencionados. Ni falta hace ponerle nombres propios a la decepción colectiva. Que, entre otras cosas, nos deja sin argumentos que oponer al rebrote, versión 2017, de la injusticia flagrante y la atroz falta de reciprocidad que priva en el trato que el medio taurino hispano se apresta a asestar a nuestros toreros. Como si no fuera bastante con que venga a mangonear a su gusto cuanto español sienta sus reales por esta pródiga tierra nuestra, sin duda la más propicia para hacer la América, obsequiándonos de paso con ese tufillo de superioridad colonialista de quien finge estar haciéndole al solícito anfitrión un favor grandísimo.

Y aquí encaja perfectamente la palabra "mexhincado", el hallazgo lingüístico con que Leonardo Páez bautizó a la nutrida grey azteca sin cuya entusiasta y agachona participación no sería posible que los coletas hispanos –figuras, figurines o figurantes– se pasearan delante de nosotros con aires de grandeza, mientras los inevitables "mexhincados" se apresuran a agasajarlos con flores, becerras, comilonas, utreros y dólares hasta el hartazgo.

Perla castellana

Con razón el director general de la oficialista radio y televisión  española (RTVE) acaba de proferir sin pestañear el descomunal despropósito de comparar a los aztecas conquistados por Cortés y su pandilla con la horda nazi, y, por lo tanto, a equiparar la derrota del III Reich con la destrucción de Tenochtitlan, que de ciudad lacuestre ecológicamente concebida pasó a enclave colonial reconstruido sobre un tembladeral. Hazaña militar, antes que  cultural, que habría sido imposible sin la colaboración de numerosos "mexhincados", tan abundantes hoy como en el siglo XVI.

Proteccionismo o ninguneo

Vamos a poner entre paréntesis el acto de prestidigitación perpetrado por la empresa sevillana, que primero anunció a Joselito Adame en un único e ínfimo cartel de preferia y luego lo desvaneció de su programación abrileña. Porque si un torero –de la nacionalidad que sea–, durante los últimos cinco o seis años, había hecho una constante del triunfar a golpe cantado al pie de la Giralda, sobreponiéndose a toros, alternantes y ninguneos, ese torero se llama José Guadalupe Adame Montoya. Y dispensarle semejante trato a estas alturas no es una injusticia: es directamente una ruindad.

En lo referente a Madrid, nuestros toreros también se han quedado esperando el bien de Dios. En vano los pronunciamientos internacionalistas de Simón Casas, proclamando la universalidad del toreo como signo distintivo de la empresa que encabeza. La cartelería de su primer San Isidro ha salido a la luz pública con el nombre de un solo matador mexicano –Joselito Adame– y un novillero –Leo Valadez–, ambos de Aguascalientes. Con la particularidad de que José figura en dos cartelitos segundones, como los que intentó eludir el año pasado, en tanto Leo, que apunta maneras, no está teniendo una campaña ni remotamente parecida a la que sostuvo Luis David Adame, herido y triunfador en la isidrada de 2016, al grado de adjudicársele el trofeo al novillero más destacado; lo cual no impidió que Casas y asociados lo hayan ignorado olímpicamente a la hora de integrar sus carteles para el presente curso.

Pollos de granja

Pero detrás de la injusticia, esta realidad: los toreros mexicanos actuales carecen del atractivo, el color y el sabor de sus antecesores de otras épocas; a cambio, han ido adquiriendo ese matiz monótono de los productos seriados, al quedar diluido en la frialdad de su bagaje técnico el sello propio indispensable para sobresalir en el arte.

¿Significa esto que habría que olvidarse de las escuelas taurinas a las que la mayoría de nuestros jóvenes toreros asistieron? Imposible en las circunstancias actuales. Sería tanto como reprocharles, a ellos y a sus eventuales mecenas, el notable esfuerzo económico y emocional que representa dejar el hogar y el país de origen en plena adolescencia, para cursar los principios elementales de la tauromaquia en planteles españoles, de los que salieron catapultado a interesantes campañas novilleriles, coronadas en casi todos los casos con la ansiada alternativa.

Neocolonizados

El problema de fondo no está allá sino aquí. Y habría que preguntarse cómo es que se ha ido desvaneciendo la enorme riqueza creativa propia de nuestra gente y de nuestras culturas no sólo en el toreo sino en todos los órdenes de la vida. Así como, en lo cotidiano, el modelo estadounidense, el american way of life, se fue imponiendo entre las nuevas generaciones de mexhincados funcionales –y al cabo disfuncionales–, en lo taurino ha pasado lo mismo, sólo que con el modelo español como esquema tipo a reproducir.

Claro está que lo que he intentado describir no ocurre mecánicamente. Después de todo, la tauromaquia es una actividad tan especial que resulta imposible que no dejen de advertirse rasgos individuales en cada ejecutante. Lo preocupante es cuando éstos son tan tenues que al ojo del espectador común resulten indiferenciables.

Es entonces que la monotonía se apodera de los festejos, apuntalada por la indeseable aportación del post toro de lidia mexicano. Para que la emoción vuelva a las plazas, es indispensable que alguno de ambos elementos –el toro o el torero– rompan la regla y revelen personalidad propia: ya sea el bicho, sorprendiéndonos con temperamento de bravo y fuerza de auténtico toro de lidia; ya el diestro, expresándose sin cortapisas como si estuviera no en el gimnasio ni en la oficina ni en un ring de lucha libre, sino bajo al calor del padre sol y sabiéndose protagonista privilegiado del último rito sacrificial sobreviviente. Que es la única forma conocida de citarse con la historia del arte de torear.

Cruda realidad

Vestidos de luces, eso lo han conseguido muy contados talentos en el presente siglo. En ningún país taurino la Fiesta está en bonanza, pero en Europa el toro verdadero aún asoma de vez en cuando –no hablo de kilos sino de bravura--, y cuando se topa con un torero no menos genuino, el milagro del toreo se despereza y apunta a un fugaz renacimiento. Pero en nuestro país eso se ha vuelto cada día más inviable. Se necesita que un Morante o un Talavante –El Juli, Manzanares y Castella, con toda su suficiencia técnica, no son hoy el mejor ejemplo de expresividad– se encuentren con un astado que al menos repita sobre los engaños. Porque desaparecido El Pana –él último torero mexicano con sello propio, pese a sus múltiples limitaciones–, todos los paisanos hacen más o menos lo mismo, con mejor o peor oficio, con menor o mayor refinamiento, pero sin acabar de decir algo nuevo, distinto, arrebatadamente personal.

Lo que sí hace el peruano Roca Rey, que por eso ha logrado colocarse en las ferias españolas, porque cuenta con el don de ser diferente. Y porque lo impulsa la fuerza de un estoicismo capaz de asustar al mismísimo miedo, de ahí las constantes palizas que sufre, debidas no a torpeza ni falta de mando y cabeza torera, sino a su temeridad desmedida, apurada en buena parte por la hipercrítica a que acostumbran someter los revisteros hispanos a cualquier colado procedente de sus antiguas colonias. Y por tanto, recusable de oficio.

¿Qué queda por hacer?

Recordarles a nuestros jóvenes –aspirantes o matadores de alternativa– que México ha sido semillero de artistas de gran personalidad. Y que, como Lorenzo Garza decía, con la personalidad se nace, pero hay que aprender a reconocerla, desarrollarla y cultivarla hasta sus últimas consecuencias. Todo eso que el Ave de las Tempestades extralimitó sin temor al escándalo. Ni a las cornadas.


Comparte la noticia