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Historias: La lucha de un toro y un tigre en 1838

Miércoles, 10 Abr 2019    CDMX    Francisco Coello | Foto: Archivo FC   
"...Y apareció la tremenda fiera capaz de imponer al ánimo más..."
Prometí en la entrega anterior ocuparme hoy del complemento sobre cierto e interesante suceso ocurrido en abril de 1838. Un célebre autor mexicano estuvo presente y narra, con el recuerdo infantil aquella vivencia.

Joaquín García Icazbalceta se consolidó como uno de los bibliófilos más connotados del siglo XIX. Reunió en su biblioteca, ejemplares y papeles de suyo valiosos a cuál más. También legó escritos desde su infancia y su época madura en donde hay una notoria formación, pero también una profunda preocupación por y para la cultura no solo nacional. También universal.

Icazbalceta, al lado de José María de Ágreda y Sánchez, de Vicente de P. Andrade, de Nicolás León, de José Toribio Medina, entre otros reconocidos buscadores de tesoros literarios, se unieron en una causa que nadie les dictó como una orden: rescatar bibliotecas, libros, papeles, manuscritos y mapas que luego de la desamortización de los bienes de la iglesia, y del periodo de la Reforma (1856-1857) en adelante, estas causas provocaron actos vandálicos por parte de muchos mercaderes. Peor aun cuando se sabe sobre el uso de añejos papeles que terminaron convertidos en cucuruchos para la mercancía, envoltura de cohetes o la simple quema de papel viejo.

Aproximadamente en 1937, la colección "Joaquín García Icazbalceta", pasó a España en una de sus partes. La otra, fue adquirida por la Universidad de Austin, Texas (E.U.A.), para incorporarla a la colección "Netiee Lee Benson", formada por 247 volúmenes, 87 manuscritos de los siglos XVI y XVII; varias Relaciones Geográficas y 39 mapas.

En materia taurina conocemos, por lo menos dos textos de don Joaquín, uno escrito en su infancia, allá por 1838. En el otro nos da noticia de las fiestas celebradas en la Nueva España con motivo del “Paseo del Pendón”, conmemoración del día 13 de agosto, con la cual se recordaba la capitulación de Tenochtitlán.

Por su curiosidad, reproduzco a continuación y de Joaquín García Icazbalceta: El Ruiseñor, manuscrito. Número del 29 de abril de 1838.


Al sonar las cuatro de la tarde nos dirigimos a la plaza de toros de S. Pablo donde nos hallamos con que un inmenso gentío la ocupaba desde las 2, por lo cual no pudimos hallar asiento y tuvimos que colocarnos de pie en lo más alto de la plaza. Al cabo de un rato sonó la trompeta y en poco tiempo quedó limpia de la mucha gente que se paseaba en ella. Volvió a sonar y apareció la compañía de toreros los que después de hacer el saludo de costumbre se retiraron a sus puestos. Sonó por tercera vez y salió un soberbio toro al que, después de lidiado y muerto, sucedió otro que tuvo igual suerte quedando la plaza en un profundo silencio esperando la lucha anunciada en los carteles.

 Entreabrióse una puerta de la fuerte jaula que debía ser el teatro de tan desigual combate y apareció la tremenda fiera capaz de imponer al ánimo más esforzado la que llegando a percibir por el olfato el lugar por donde se hallaba su contrario no se apartaba del, siendo preciso distraerlo para que no lo sorprendiera al momento de su salida lo que se consiguió. Abierta ya la puerta del toril aparece el toro destinado a combatir con la fiera. Levántase la compuerta de la jaula y ya se hallan juntos los dos combatientes. 

Fortuna que el toro puede coger al tigre por detrás pues estaba distraído con lo que pudo estropearle con una fuerte embestida por lo que no le dejó el tiempo necesario para hacer la faena según su costumbre y solo pudo hacerla en la cola con la boca y en un pie con las garras. 

Fue mucha la sorpresa del toro viéndose con la fiera que no esperaba pues iba seguro sin pensar en ella. Deslumbrado con el tránsito de la oscuridad del toril a la claridad de la plaza no advirtió si el objeto que embestía era fiera o no porque si lo hubiera advertido no la hubiera acometido con tanta fuerza y acaso hubiera huido. Trabado en el combate trataba de huir el toro pero el tigre no se lo permitía teniéndolo asegurado por un pie hasta que consiguió después de varias alternativas hacer presa en el cerviguillo del toro.

Joaquín García Icazbalceta: Escritos INFANTILES. México, Fondo de Cultura Económica, 1978. 214 páginas. Ils., facs. (páginas. 206-208).

21 de abril de 1838, célebre la jornada, como algunas otras que también ocurrieron en las siguientes fechas:

Plaza de toros de San Pablo: 26 de octubre de 1845. Un toro vs. Un león africano.

Plaza de toros de San Pablo: 15 de noviembre de 1857: Un toro vs. otro toro.

Plaza de toros de San Pablo: hombres tigre y hombres oso vs. un toro.

Plaza de toros del Paseo Nuevo: 11 de octubre de 1863: Un león tehuantepecano vs. un toro.

Pero especialmente esta "lucha de un toro con un TIGRE REAL" se convirtió en otro elemento  utilizado por el pueblo justificando así y de manera política los acontecimientos que se estaban dando en plena "Guerra de los pasteles". El viajero y novelista francés Isodores Loewwnstern dejó en su libro "Le Mexique. Souvenirs d un Vayagueur" su primera visión sobre aquella curiosidad taurina, anotando: "La multitud se aglomeraba en la Plaza de Toros para presenciar el combate de un toro mexicano y de un tigre de Bengala, propiedad de dos americanos".

Armando de María y Campos en su libro Imagen del Mexicano en los Toros dice que, no obstante que la nación mexicana estaba en guerra con la poderosa Francia de Luis Felipe, el Primer Magistrado asistió a la plaza. Lo era el general Anastasio Bustamante.

Los apuntes de Loewwnstern (publicados en Imagen de México en los relatos de viaje franceses: 1821-1862), respecto a la lucha del toro y el tigre real son más que evidentes, y complementan la visión de Icazbalceta, por lo que le he pedido al propio "Duque de Veragua", seudónimo de María y Campos, facilite para esta colaboración lo que dejó anotado sobre esa ocasión el autor francés".

Por fin aparecieron los actores principales: el tigre, uno de los más grandes que jamás haya visto, fue introducido el primero en la lid y se echó confiadamente dentro de la jaula. El toro vino en seguida trotando de manera ágil y graciosa e hizo un gesto belicoso al encontrarse en presencia de su peligroso adversario. En ese rasgo reconozco mi sangre.

El público, en un acuerdo espontáneo, decidió considerar dicho combate como aquellos que, en los antiguos tiempos, eran considerados como el fallo de Dios. Se decidió, pues, a considerar al toro, nacido en suelo mexicano, como campeón de la Nación, mientras al tigre, nacido en país extranjero, fue considerado como campeón de los franceses.

El combate, que se entabló en seguida, fue, pues, seguido con creciente interés. Nunca se había mostrado el público más impaciente y ansioso de conocer el resultado final de la pelea.

Las probabilidades del campeón de la República Mexicana no eran las mejores. Como es costumbre, se le había cortado las puntas de los cuernos. Consciente de su inferioridad trató de evitar, valiéndose de una pronta retirada, a su feroz adversario de Bengala, el que ni corto ni perezoso de un salto detuvo toda tentativa prudente y, clavándole garras y dientes, lo obligó a cambiar de táctica. Por dos veces logró el toro escapar de las garras del tigre, que volvía a atacarlo.

El dolor arrancaba rugidos terribles al pacífico morador de las praderas, al que su salvaje adversario mantenía como clavado en el suelo asiéndolo por el hocico y la nuca. La sangre corría abundante, los mugidos del toro se hacían más y más débiles. Pocos instantes aún y sucumbiría.
 
María y Campos hace una acotación:

¡Hay que imaginarse la angustia del público mexicano, tal vez la de los altos funcionarios que presenciaban el espectáculo, acaso la del señor Presidente de la República!

Una especie de terror se apoderó del público al ver la derrota inminente, tan poco gloriosa, del campeón nacional. El silencio más absoluto reinaba y creo que en esos momentos hubiera sido aceptado el ultimátum francés.

Desde hacía ya más de media hora el toro era torturado por su soberbio enemigo: todo parecía terminado, cuando de manera imprevista y con la fuerza que el dolor da al más débil, el toro se levantó. Un reflejo de esperanza iluminó los rostros; los espectadores suben sobre los bancos; los cuellos se alargan fuera de las barreras.

El toro permanece en pie, pero a pesar de los esfuerzos violentos que realiza por echar por tierra a su vampiro, el tigre continúa adherido a su nuca, suspendido con todo su peso a la cabeza del noble bruto. De pronto, de un salto violento, el toro se arroja contra los barrotes de la jaula y con la cabeza y los cuernos tritura el cuerpo del tigre. La feroz bestia, aturdida, destrozada, abandona su presa y cae aniquilada a sus pies.

Un solo grito, un solo delirio se levanta de la concurrencia. Los léperos aúllan, la concurrencia distinguida enloquece; los pañuelos, los chales flotan y se agitan en todo el recinto, la música toca una marcha triunfal.

–"¡Viva el toro ¡Vivan los mexicanos" ¡Mueran los franceses! Mientras tanto, el toro, cual consumado guerrero, proseguía su encarnizada victoria haciendo, a su vez, sentir al adversario caído la fuerza de sus patas y de sus cuernos. Cansado al fin de patear a su víctima y adolorido el mismo por crueles heridas, decidió abandonar al tigre a su propia suerte, a pesar de los esfuerzos del público que lo animaba para que acabara con su adversario.

–¡El toro!... ¡Traigan al toro!...

El público se desgañita y, al fin, logra que saquen al toro de la jaula por medio de un lazo. El toro, en actor modesto, quiere sustraerse a los frenéticos bravos de un público agradecido.

Los picadores y los chulillos, viéndolo en su terreno, creen que ha llegado el momento de acabarlo y de terminar la obra que el tigre había empezado tan bien. Un sentimiento unánime de magnanimidad, más fuerte que el de la piedad, desconocido hasta entonces en la Plaza, se apodera del público. A la defensa del toro se aúna un sentimiento nacional.

El pueblo continúa vociferando:

–¡Que viva el toro! ¡Fuera los toreros!

Y es así como el toro, el primero de su raza, obtiene la gracia en la Plaza. El agradecimiento de los mexicanos por el buen augurio que venía de darles no se limitó a conservarle la vida y curar sus heridas, una suscripción de hizo en seguida para comprarlo al carnicero al que pertenecía y ofrecerlo al gobierno como un don nacional.

Pero, ¡oh, dolor!... ¡oh, lágrimas!, el héroe, digno de mejor suerte, en vísperas de un porvenir tranquilo y feliz, sucumbió a sus terribles heridas mientras el tigre, campeón de los franceses, gracias a la robustez de su naturaleza, se restableció muy pronto quedando sano y salvo.

Armando de María y Campos: Imagen del mexicano en los toros. México, "Al sonar el clarín", 1953. 268 pp., ils. (páginas. 53-61).

El signo del orgullo nacional se dejó ver claramente en aquella tarde del mes de abril de 1838, hasta el extremo de que se tomó como pretexto la tan traída y llevada corrida de toros para acentuar el fervor y el partido que los mexicanos tuvieron ante los hechos de agresión.

Finalmente diría que, siendo poco atenta en ciertos detalles, la prensa omitió la publicidad respectiva del festejo, inserciones que ya eran comunes en la época; pero también ignoró el nombre de los toreros que actuaron aquella tarde. Es de suponer que, probablemente hayan participado alguno de los hermanos Ávila (fuese José María, Luis o Sóstenes), al lado de José María Clavería, banderillero, y de Mariano Ávila, torero de a caballo, lo mismo que José Tovar. Aquellos personajes también llevaban nombre y apellido.


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