Banners
Banners
altoromexico.com

Desde el barrio: Símbolo, leyenda y herencia

Martes, 10 Oct 2017    Zaragoza, España    Paco Aguado | Opinión   
...Lenguaraz, bravo con la palabra y encastado en la sinceridad...
Así que han pasado cincuenta años largos, Victorino seguía siendo el mismo hombre sencillo y rural al que la dura posguerra española aguzó el ingenio y el instinto de supervivencia. Aun mermado por la enfermedad, perdida la memoria de casi todo, el serrano madrileño mantenía su gesto avispado, su mirada escrutadora y esa sonrisa sagaz que le alumbraba el aura con el brillo de su diente de oro, como el de Pedro Navaja.

Murió en paz en su finca extremeña, cerca de esos toros a los que dio nombre, fama y leyenda después de rescatar de la puntilla del rastro esa aristocrática estirpe de bravura que, a primeros de los años sesenta, a punto estaba de perderse entre las herencias paritarias de los sobrinos de otro cateto como él.

Hablamos, claro, del vallisoletano José Bueno, gorrinero enriquecido que, cuenta la leyenda, se acercó un día hasta Sevilla para, volcando su alforjas cargadas de duros sobre la mesa del despacho, comprarle tal joya genética al mismo marqués de Albaserrada y llevársela después victorioso por las cañadas reales hasta tierras zamoranas.

La corona del marquesado que cubría la A del famoso hierro asaltillado pasó así, sucesivamente, por la cabeza de dos famosos plebeyos que, lejos de vulgarizarla, le dieron aún más lustre. Y en especial ese joven carnicero de la sierra de Madrid que, con más osadía y pasión que dinero en las alforjas, se sentó con ella en el trono de la ganadería española durante los últimos cuarenta años.

Los pisa alfombras dieron en llamar "paleto" a aquel que era infinitamente más listo que todos ellos, al más mundano de los sicólogos, que, conocedor de debilidades y egos en la esgrima verbal del trato de ganado, acabó manejando a su antojo a una crítica taurina que, creyendo que usaba al pueblerino para sus campañas regeneracionistas, no hizo sino trabajar para él y publicitar gratis las bases de la figura mediática en que se acabaría convirtiendo.

Tan alejado, en las mismísimas antípodas, de la imagen tópica pero extendida del ganadero como señorito feudal, en aquellos tiempos de cambios políticos Victorino Martín Andrés entró de lleno en el corazón de la gente de la calle. Popular y populista.

Lenguaraz, bravo con la palabra y encastado en la sinceridad, el viejo zorro del Guadarrama se dejó ver y querer entre el pueblo llano como uno de los suyos, hasta lograr un hito tanto o más importante que los éxitos de sus toros: entrar incluso en las frases, las expresiones y los giros del habla diaria de los españoles.

Mucho se ha hablado en estos días de loas y necrológicas de las virtudes como ganadero de Victorino Martín Andrés, pero apenas se ha hecho hincapié en esta otra circunstancia que puede que refleje mejor que nada la verdadera dimensión, quizá la más trascendente, de su paso por la fiesta de los toros: la forja de una leyenda popular que supera incluso la trágica de los Miura en su sobrado recorrido más allá de las fronteras del escueto mundo de los toros.

Apoyado en ese avispado y personal marketing que le dio fama, y que no aprendió en ninguna universidad americana sino en las "aulas" de las ferias de ganado, Victorino consiguió centrar la atención y la predilección de los aficionados en un producto que, gracias a él y a su guerrero orgullo, sobrevivió incluso a la moda del toro grande manteniendo unas peculiaridades que su criador defendió en la calle con tanta casta como sus pupilos lo hacían en el ruedo.

Golpe a golpe, triunfo a triunfo, sirviéndose tanto de los bravos como de las "alimañas" para marcar diferencias, Victorino se aupó década a década hasta la cima del prestigio ganadero, lo que le permitió, encumbrando o  defenestrando a toreros de varias generaciones, no depender de figuras ni de empresas para llenar plazas con el único anuncio de su nombre en los carteles y alcanzar por ello un caché por corrida nunca imaginado por ganadero alguno a lo largo de la historia del toreo.

Como hombre fiel a sí mismo, a sus convicciones, aciertos y errores, nunca se dejó llevar por modas o intereses cambiantes. Y, como consecuencia inequívoca, el nivel de bravura de sus toros nunca decayó ni, por supuesto, ha llegado tan bajo como para forzar la venta o extinción de la vacada, tal que ha sucedido en todo ese tiempo con otras ganaderías que vivieron décadas en la engañosa y peligrosa cresta de la ola de las ferias y de la predilección de determinados toreros punteros.

Sí, Victorino hizo buena, exacta y certera, esa frase que dice que los toros se parecen a sus ganaderos, pues su cárdenos, cuatreños o cinqueños, no han hecho otra cosa en el último medio siglo que reflejar el criterio de vida y el concepto de bravura de este rudo hombre de campo que cocinó un mito a fuego lento con buenos sarmientos de vid.

Su legado, ya saben, está ahora en manos de su hijo, que desde hace bastante tiempo ha contribuido decididamente a mejorar, si era posible, la imagen de marca de la ganadería. De cinco lustros a esta parte, el padre encontró en el hijo, con la misma pasión pero mejor técnica y conocimiento, la mejor manera de mantener y aumentar el santo espíritu de su divisa.

No en vano, con Martín García los "victorinos" han llegado a cotas de bravura tan inalcanzables como aquel "Murciano" lidiado en Las Ventas a primeros de este siglo o este otro "Jarretero" recién indultado en Illescas que, con su hondo y humillado trote  de clase hasta después de la muleta, expresó como ninguno los aires mexicanos que, genial Chafik por medio, llegaron también hasta el latifundio extremeño de un "cateto" que dio tantas lecciones de vida y de ganadería.


Comparte la noticia