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Desde el barrio: El huracán y la brisa

Martes, 18 Abr 2017    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
...Está ya rancia la polémica acerca de si el temple consiste en...
Hace ya muchos años que César Jalón "Clarito", el ilustre crítico taurino que llegó a ser ministro de Comunicaciones de la II República Española, definió el temple del toreo con una bella y precisa frase: templar, dijo el escritor, es hacer que el toro "entre huracán y salga brisa, entre león y salga cordero, entre loco y salga cuerdo". No puede sintetizarse mejor un concepto tan complejo de la tauromaquia…

Lo que no sabemos es qué diría don César si hubiera visto algunos de los videos que se han colgado en Internet estos últimos días, esas faenas, o fragmentos de ellas en que, como va siendo triste norma, los "huracanes" de las embestidas, más que en brisa, se convierten en tornados, a tenor de la velocidad que imprimen a sus pases muchos de los toreros de nuestro tiempo.

Está ya rancia la polémica acerca de si el temple consiste en adaptarse a la velocidad del toro o en reducirla. Un debate que, tras el paso por los ruedos de unos cuantos genios desde Belmonte en adelante, debería estar más que superado de no ser porque esa capacidad de aminorar la velocidad de las embestidas solo está al alcance de unos pocos privilegiados y no de una mayoría que, como tal, crea opinión y que al torear sólo alcanza y concibe el verbo "adaptarse".

Pero, más allá de conceptos caducos, el rango mayor del temple consiste en eso: en hacer que los toros salgan del lance o del muletazo más despacio de lo que entran; en darles, a base de mando y precisión, y sobre todo de compromiso y entrega, un ritmo cada vez más pausado a las arrancadas y acompasarlo, fluyendo muñecas y cintura, al latido del corazón, que es lento cuando alberga el verdadero valor.

Claro que, viendo muchos de esos videos que se cuelgan ahora en la red, con los que, aunque consigan el efecto contrario, se quieren difundir y justificar los pomposos y cursis titulares de tantas crónicas de "triunfos históricos", puede llegar a dudarse de si ese tipo de temple supremo y trascendente ha llegado a alcanzarse alguna vez.

Y es que la mala colocación en los embroques, cuando no la posición escondida tras la esquina de la pala del pitón, la brusquedad de los toques en los cites, los raudos tirones de muleta en los inicios del pase, el desplazamiento centrífugo de las arrancadas y el alivio –no se sabe bien si del toro o del torero– en los remates que, por alto o a media altura, abren las compuertas no hacen sino invertir la frase de Clarito, hasta hacer que incluso las brisas bovinas más suaves se conviertan en fulgurantes huracanes.

Es difícil ver torear más deprisa de lo que muchos lo hacen ahora, metidos dentro de esas espirales de movimiento continuo que, desde el manido y supuesto alarde de quietismo del eje torero, tanto entusiasman a los públicos festivos, aun a costa de desterrar de la arena el temple, la pausa y el poso del toreo grande. 

Aunque ha pasado un siglo, muchas de esas "grandes faenas" tan cantadas recuerdan en el video a los primeros tiempos del cinematógrafo, por esa velocidad chaplinesca a la que se suceden las imágenes, por esos toros, que sin sometimiento ni ritmo, y casi sin esfuerzo –sin torear, por tanto– pasan una y otra vez por delante de las taleguillas acelerando su marcha, incluso más ligera en los remates que en los embroques.

Y cuando hablamos de remates, nos referimos a los de la propia tanda, que no a los de cada uno de los muletazos, a los que, dejando el trapo colocado como una pantalla en la cara del cegado animal, se les resta el principio y el final en pos de una ligazón falsa y mal entendida, pues el ardid ventajista convierte las series en un simple empalme de medios pases sin solución de continuidad, mientras el toro no para de moverse como el burro en la noria.

Pero también hace ya unos cuantos años que Raúl García, un buen torero mexicano de los sesenta, dejó una frase definitiva y definitoria acerca de estas cuestiones, al asegurar, como una sentencia de sabiduría salomónica, que "el toreo empieza cuando el toro se para".

Y también cuando se le para, habría que añadir, porque ese y no otro es el objetivo esencial de la tauromaquia moderna, que no de la posmoderna, en la que tantos conceptos se mezclan y confunden dentro de la vertiginosa espiral del toreo aparente. Eso que, como la gaseosa, divierte pero no emociona.


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