Al Toro México | Versión Imprimible
El comentario de Juan Antonio de Labra
Por: Juan Antonio de Labra | Opinión
Jueves, 25 Nov 2021 | CDMX
"...se iba a convertir en un torero reconocido por la afición..."
Hace 30 años Nimeño tomó la decisión de quitarse la vida. No soportó verse disminuido físicamente, luego de que aquel toro de Miura llamado "Pañolero", lo había dejado inservible para el toreo. Su muerte causó un profundo dolor entre su gente, sus amigos y admiradores; vamos, de todo aquel que sintió su triunfo como propio.

Porque no fue fácil para aquel chico nacido en Alemania abrirse camino en el mundo del toro. Pero fue a base de tesón y audacia como Nimeño fue escalando peldaños hasta convertirse en la figura que tantos años había esperado Francia, capaz de rivalizar en España y dar satisfacciones al otro lado de los Pirineos.

A comienzos de 1979 vino a torear a la Plaza México. Confirmó su alternativa de manos de Manolo Martínez, ante la presencia de Dámaso González, en un cartel de tres nacionalidades poco frecuente por esos años.

Si bien es cierto que en esta primera toma de contacto su toreo no trascendió, pocos años después se iba a convertir en un torero reconocido por la afición mexicana, a la que agradaba por su desparpajo y esa forma tan espectacular de cubrir el segundo tercio -del que fue un atleta consumado-, amén de sus faenas recias, plagadas de oficio, y la seguridad de una espada que le granjeó muchos triunfos y afectos por estos pagos, donde gozó de muy buen cartel.

Una mañana de 1987 tuve el privilegio de conocerlo. Me llevó a saludarlo mi añorado amigo Antonio Vega, que era uno de sus íntimos aquí en México. Fue en Guadalajara, ahí donde en la tarde iba a matar una corrida muy seria de San Mateo. Tocamos a la puerta de la habitación y nos abrió un tanto sigiloso.

Eran esas horas en que el miedo carcome las paredes del cuarto de un torero, en medio de una pesada soledad que sólo el lejano brillo de un vestido que se esconde debajo del capote de paseo, tiene reservado algún signo de esperanza.
Nimeño estaba decaído anímicamente. Nos comentó que se sentía mal del estómago y que había estado vomitando toda la noche. A su característico color cetrino se sumaba la palidez provocada por una deshidratación propia de la severa infección estomacal que padecía.

Tras saludarnos, se volvió a recostar en la cama para conversar con nosotros. Estaba en calzoncillos, y a mí, que por entonces soñaba con la idea de ser torero, me impresionaron los dos costurones que le atravesaban los muslos de arriba abajo. Eran esas "medallas" de las que hablan los toreros con orgullo.

Nos preguntó cómo eran los toros que acabábamos de ver en el sorteo. Vega no se detuvo en darle muchos detalles, pues sabía que en los corrales había una pájara de la famosa divisa rosa y blanca, y Nimeño, en su condición de enfermo, no necesitaba añadir más preocupaciones a su cabeza.

Por la tarde, en la plaza, aquel guerrero de los ruedos se sacudió toda aquella pesadumbre provocada por la desazón de sentirse enfermo, resolvió la papeleta con oficio y salió triunfante. Ese era Nimeño, la gran figura de Francia. Y hoy sigue vivo su recuerdo.