Para nosotros, los mexicanos, de siempre ha sido importante realizar un balance histórico de cuanto ha generado, hasta estos momentos, la diversión popular de los toros, espectáculo que España desplegó y heredó en América, desde los primeros años del siglo XVI y que, por circunstancias muy especiales, se mantiene vigoroso en algunos de los países que hicieron suyo para siempre este misterioso esplendor que reúne arte, técnica, valor, gracia, y un largo etcétera de virtudes que por sí mismo lo hacen único.
Cinco años después de la capitulación de la ciudad de México-Tenochtitlan, a manos de los españoles (acontecimiento ocurrido el 13 de agosto de 1521), y justo el 24 de junio de 1526, se tiene noticia de la primer función taurina realizada en nuestras tierras, siendo el propio conquistador Hernán Cortés quien la consigna en su quinta carta-relación, enviada al monarca Carlos V en septiembre de ese año; por lo que el hecho alcanza dimensión histórica. Pronto, los ejercicios de caballería adquirieron fama y sinfín de fiestas se organizaron a lo largo de tres siglos virreinales que recogen infinidad de testimonios donde caballeros de rancio abolengo, miembros de la nobleza más encumbrada, tuvieron oportunidad de demostrar sus habilidades, a la brida y a la jineta, así como los hombres del pueblo llano que también se incorporaron al espectáculo, representando discretamente su papel a pie, que para el siglo XVIII se convirtió en una declaración más abierta y también definitiva.
Formas y medios para la realización de diversas funciones taurinas, llámense plazas y la materia prima, el toro, también jugaron un papel determinante que se desarrolló plenamente aunque sin tomar carta de profesionalización, tal y como se da desde poco más de un siglo hasta nuestros días. Entonces, las plazas eran obras efímeras, construidas para satisfacer la demanda temporal, que luego eran desmanteladas. Infinidad de escenarios se erigieron para servir como espacios para la conmemoración de diverso orden, y entre muchas, la muy conocida plaza del "Volador" (que funcionó entre 1586 y 1815) instalada en pleno corazón de la capital novohispana, tuvo las características de permanencia, ajustándose a esos patrones donde todo era adecuarse a los fastos que se celebraban en diversas épocas de cada año.
Por otro lado, diversas haciendas, si hemos de entender que la hacienda en cuanto tal surgió a mediados del siglo XVII tan luego el episodio de la encomienda se había eclipsado y que el repartimiento forzoso de indios había entrado también en decadencia, nutrieron de ganado "criollo" a esa enorme cantidad de funciones taurinas efectuadas en diversas latitudes del territorio mexicano. Con tales soportes, los toreros de a caballo y a pie encontraron el medio adecuado para desarrollar sus personales virtudes, siendo notable la enorme cantidad de personajes -anónimos en su mayoría-, pero que quedan ubicados en las relaciones y descripciones de fiestas que nos permiten entender el ritmo y el pulso tan notables en el entorno de nuestro espectáculo de toros, que ya no era español del todo. La enorme aportación de los antepasados -criollos y mestizos-, hizo que la diversión popular adquiriera tintes que marcaban un distanciamiento con las raíces. La forma, pero no el fondo fue lo que cambió en estas latitudes.
Con la revolución de independencia nacional (1810-1821) y México convertido en una nueva y gran nación, se manifestó un importante síntoma que también reflejaba esa independencia, que podríamos entenderla como relajamiento, puesto que los toreros de aquellas épocas ejercieron notable influencia en sus formas de hacer y entender el toreo. Durante un largo recorrido, que va de 1835 a 1886 los acompañó un diestro gaditano, Bernardo Gaviño y Rueda (1812-1886), quien trajo -sin haber sido más que contemporáneo de Paquiro y Cúchares- las formas del toreo de avanzada en aquel tiempo y que implantó, pero también sometió a un mestizaje en los ruedos nacionales, de ahí que pudiera alternar sin ningún impedimento con los hermanos Luis, Sostenes y José María Ávila; José María Vázquez, Manuel Bravo o Andrés Chávez en una primera época. En la segunda etapa alternó con Mariano González "La Monja", Ignacio Gadea o Pablo Mendoza. Y una tercera, de madurez y decadencia influyó, más que alternar, en Lino Zamora, Pedro Nolasco Acosta, pero fundamentalmente en Ponciano Díaz, quienes asimilaron y practicaron el toreo que aprendieron de Gaviño y Rueda, aunque imprimiendo su sentido eminentemente nacionalista con el que surgieron y se desarrollaron en el escenario, lidiando en su gran mayoría, ganado de la haciendas de Atenco, El Cazadero, Queréndaro, San Diego de los Padres y Santín, que en esas épocas fueron las que surtieron la mayor cantidad de toros en plazas tan importantes como la de “San Pablo” o el “Paseo Nuevo”; sin olvidar que también algunas foráneas, como Toluca, El Huisachal o Puebla programaron corridas constantemente.
Diversos personajes públicos, junto con el pueblo, acudieron a esas plazas y hoy se recuerdan a varios presidentes de la República, siendo uno de los más asiduos Su Alteza Serenísima, el polémico Antonio López de Santa Anna. Pero también lo hizo el monarca Maximiliano de Hasburgo y hasta el Lic. Benito Juárez. Precisamente Juárez firma en 1867 un decreto que prohíbe la celebración de corridas de toros en el Distrito Federal, pena que alcanzó casi 20 años de duración. Al reanudarse las mismas en 1887, un fuerte fenómeno de revitalización y apogeo tomó a la ciudad de México por sorpresa, por lo que en tiempo muy corto, menos de dos años, este importante sitio contaba con ocho plazas de toros y una vehemente afición que atestiguaba la transición entre el toreo a la mexicana y la incorporación, de por vida, del toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna.
Fuerte confrontación fue la que se pudo admirar entre Ponciano Díaz y Luis Mazzantini, ejes y directrices de ambos estilos. Aquel, con una enorme presencia popular y este, aunque rechazado en un principio, más adelante la afición terminó haciéndolo suyo en inolvidables temporadas que llegaron hasta los primeros tres años del siglo XX.
El amanecer de un siglo con tantos avances, pero también con la presencia de su primer gran revolución social que ocurrió precisamente en México, a partir de 1910, no soslaya a la fiesta torera que encuentra en Rodolfo Gaona al paradigma, modelo y resultado de aquel encuentro que significó, por un lado el desplazamiento pero también la asimilación de dos estilos de torear (uno, sumamente guerrero; el otro, camino de la depuración), que finalmente fueron uno, como resultado del gusto que manifestó la afición de aquel entonces, que veía también un espectáculo perfectamente articulado, organizado y profesional en consecuencia. Gaona es, por tanto, quien representa y hace su mejor declaración de principios técnicos y estéticos emparejados con los avances que en esa época tiene el toreo. Y al ocurrir esta circunstancia, debe considerarse que el diestro nacido en la población guanajuatense de León de los Aldamas, no solo se convierte en el primer gran torero mexicano, sino también en el primer gran torero mexicano de orden universal, como quedó dicho en conocida impronta de José Alameda.
Y tras su retirada en 1925 le siguieron una pléyade de grandes figuras que tuvieron y han tenido oportunidad de trascender su quehacer en ruedos mexicanos, españoles, sudamericanos, franceses o portugueses. No puede uno dejar de mencionar, dentro de esa gran nómina a dos de ellos: Fermín Espinosa "Armillita" y Manolo Martínez, los cuales, cada quien en su época, detentaron enorme peso de responsabilidad y presencia. Es cierto, cada quien cargó a sus espaldas con diferentes situaciones. Armillita con el “boicot del miedo” y Manolo con la lucha infranqueable sostenida fundamentalmente con Antonio Ordóñez y Paco Camino, así como con el estigma de ser considerado “mandón” en su momento. Y los taurinos sabemos perfectamente el significado y las connotaciones derivadas de dicha calificación. “Mandar” en el toreo crea polémicas, desacuerdos, “ismos” recalcitrantes.
En pocas palabras, las suficientes para estas notas, tenemos resuelta hasta aquí una visión de conjunto sobre el recorrido y desempeño de la tauromaquia no solo en México, sino de los mexicanos en el extranjero. Vaya, como recordatorio, el nombre de Eulalio López "El Zotoluco" que ya dejó huella en ruedos españoles desde la temporada 2000.
Desde luego que sin la ganadería y sus toros bravos no tendríamos elementos para exponer el significado de esta diversión popular, sobre todo en el México moderno (luego de la independencia nacional); en el contemporáneo (luego de la Revolución mexicana) y en el que ahora nos toca vivir.
El auge ganadero comenzó -a nuestro entender- desde 1887. Al traerse ganado español se provocó un ciclo que, al cabo de los años arrojaría resultados contundentes. Entre otros, la incorporación de simiente del Marqués del Saltillo, gracias a la obra de Antonio Llaguno, con cuya decidida empresa se alcanzó uno de los grandes momentos del toreo mexicano en su conjunto. Con un nuevo orden de cosas, la evolución estaba garantizada. La sangre de San Mateo es, sin ninguna exageración, un milagro taurino.
Entre quienes entendieron y alentaron aquella evolución propia del toreo en pleno siglo XX, se encuentran Fermín Espinosa "Armillita", Alberto Balderas, Lorenzo Garza, Luis Castro "El Soldado", Silverio Pérez, Carlos Arruza. Fueron ellos los representantes fundamentales de la "edad de oro del toreo", una de las etapas mejores de este quehacer, puesto que la técnica y la estética que pusieron al servicio de ambas expresiones generó una competencia, la que luego enfrentaron a la torería española encabezada básicamente por Manuel Rodríguez "Manolete".
Una época reciente, es la representada por Manolo Martínez, Eloy Cavazos, Curro Rivera y Mariano Ramos, que desarrollaron en medio de peculiares circunstancias, con un nuevo toro, y también con una nueva afición. Ellos aportaron esquemas modernos a la tauromaquia y, en buena medida también la dejaron exhausta. Tanta fue su influencia, su poder, su "imperio" y su mando, que todavía el trono dejado concretamente por Manolo sigue vacío. Estamos seguros que la llegada del nuevo "Mesías" será un hecho. En el ritmo de la continuidad que se garantiza para el toreo mexicano, entrado el siglo XXI, nuevos diestros están dando vigor al espectáculo. Entre ellos se pueden mencionar a Eulalio López "Zotoluco", a Joselito Adame, o también a Octavio García "El Payo", que justo en estos tiempos son los más destacados. Imposible no dejar de mencionar en esta ocasión a Rodolfo Rodríguez "El Pana", quien pasa por momentos muy complicados, pero que en su dilatada trayectoria de altibajos, también forjó momentos estelares que será muy difícil olvidarlos. Vayan para él estas notas de aliento.