Al Toro México | Versión Imprimible
Historias: La dominante española
Por: Francisco Coello | Foto: Archivo
Miércoles, 06 Dic 2017 | CDMX
"...las representaciones donde también alanceaban toros..."

Apenas superado el proceso de la conquista española (1521), una buena parte de esa comunidad, fungió como protagonista en los diversos espectáculos caballerescos, hasta que hubo, gracias a ciertas concesiones o permisos, forma en que los naturales, herederos comprobados de algún linaje o condición social favorable, pudieran montar a caballo y con ello tener oportunidad de sumarse al reparto entre otros aspectos, a las representaciones donde también alanceaban toros.

En el último tercio del siglo XVIII, una auténtica figura en el toreo que se practicaba por entonces, fue Tomás Venegas, quien sin mayor problema se anunciaba como el Gachupín toreador. En México, el epónimo que originalmente se formaba de la derivación cactli, zapato, y tzopini, cosa que espina o punza (como las espuelas), pasó con los años a ser una manera de descalificación peyorativa hacia los españoles, fruto de aquel trauma que significó –para muchos-, una suma de complejos respecto al trato o maltrato de aquellos contra los nuestros.

Y el Gachupín toreador fue una auténtica figura, de quien gracias a algunos documentos existentes se recuerdan diversas hazañas suyas.

Al comenzar el siglo XIX, y tras el proceso de la independencia, hubo necesidad, por parte de los mexicanos de asumir responsabilidades en el toreo. De esa forma, los hermanos Luis, Sóstenes y José María Ávila, detentaron la cosa taurina entre 1808 y hasta 1865, aproximadamente. Pero ese episodio no fue suficiente, pues entre 1829 y 1835, llegó a nuestro país el portorealeño Bernardo Gaviño y Rueda (1812-1886), quien, por más de 50 años se encargó de establecer un auténtico monopolio. Un imperio que incluso, hasta con dos de sus propios paisanos, esto en 1851, representó auténtica declaración de guerra.

Entre grandes recursos publicitarios, se encontraban en la ciudad de México, para fines de ese año, Antonio Duarte “Cúchares” y Francisco Torregosa “El Chiclanero” quienes se anunciaron para torear en la plaza del Paseo Nuevo, la tarde del 21 de diciembre. Venían acompañados de una cuadrilla de otros tantos españoles, ya como banderilleros, ya como picadores y, en esa forma desfilaron aquella ocasión, en medio más de la curiosidad y de la incertidumbre que de otra cosa.

A Gaviño no le gustó definitivamente ese acto de invasión y mandó formar grupos de “reventadores” que terminaron por causar estragos con sus gritos, mismos que se intensificaron en mayor medida luego de que ni Cúchares ni tampoco el Chiclanero que se hicieron fácilmente del alias de dos célebres figuras que en aquellos momentos eran famosas, no pudieron demostrar sus supuestas facultades como ases de la tauromaquia. Así que muy pronto, desaparecieron aquellos advenedizos… y vuelta a la estabilidad en el control establecido por Gaviño quien, para entender ese aspecto de dominio y predominio, este quedó materializado con 725 actuaciones, entre México, Cuba, Perú y Venezuela. O este otro dato: que de 1851 a 1867, años en que funcionó la plaza de toros del Paseo Nuevo llegó a actuar en ¡320 ocasiones!

Bernardo, a mi juicio no terminó por ser un maestro consumado. Es más, a su arribo a nuestro país los conocimientos en tauromaquia eran para él apenas un breviario. La enseñanza que recibió de su más cercano “maestro” Juan León “Leoncillo” sólo sirvió para formar la básica noción que sí adquirieron y consolidaron personajes como Francisco Montes “Paquiro”, José Just, Manuel Domínguez o el auténtico Cúchares (Francisco Arjona), alumnos de avanzada en la Escuela de Tauromaquia, establecida en Sevilla, la cual impulsó Fernando VII; mantuvo el Conde de la Estrella, y en la que su principal maestro era el rondeño Pedro Romero.

Así que Bernardo Gaviño, lo que resolvió en todo caso fue el hecho de robustecer el andamiaje técnico del toreo, a la sombra sobre todo de las tauromaquias de José Delgado Pepe Hillo y Francisco Montes Paquiro, de las que seguramente contaba con ejemplares para pasar de la teoría a la práctica.

Llegó un momento en que siendo ya el “patriarca”, lo llamaban Papá Gaviño, símbolo más que afectivo, de apropiación. Bernardo ya era –sin haberse nacionalizado-, un mexicano más. Fue consecuente con el hecho de permitir la celebración de infinidad de festejos en los que predominaba un toreo eminentemente aborigen, mestizo, matizado de ingredientes, entiéndase mojigangas y otras expresiones, sobre todo concebidas como representación del toreo a caballo, o procedentes de ámbito campirano, en los que habilidosos charros se incorporaron y demostraron sus enormes capacidades.

Las también llamadas manifestaciones parataurinas fueron común denominador en buena parte del siglo XIX. Y ese espectáculo lo fomentó Gaviño. Convertido en caja de resonancia, en otras regiones del país, sobre todo en el centro, norte y occidente, aquellas puestas en escena cobraron verdadero significado que intensificó, por otro lado, síntomas de nacionalismo. Con los años, su más destacado representante sería Ponciano Díaz.

Habiéndose derogado el decreto que prohibió las corridas de toros en la ciudad de México, esto a finales de 1867, y recuperada la actividad, al comenzar 1887, aquel espacio urbano contó en cosa de tres años hasta con ocho plazas de toros. Y en efecto, el torero que tenía la “sartén por el mango” era ni más ni menos que el atenqueño, cuyo apellido: Díaz, se hizo tan célebre y hasta se le comparaba con el propio presidente en turno, Porfirio Díaz.

Pero Ponciano no ignoraba que, con la previa presencia de personajes como Manuel Hermosilla, Francisco Jiménez “Rebujina”, Juan Moreno “El Americano”, Andrés Fontela o José Machío, se ponía en marcha un proceso que, para 1887 culminaría con la consolidación de lo que he considerado como la “reconquista vestida de luces”.

Tal “reconquista” debe quedar entendida como ese factor que significó reconquistar espiritualmente al toreo, luego de que esta expresión vivió entre la fascinación y el relajamiento, faltándole una dirección, una ruta más definida que creó un importante factor de pasión patriotera –chauvinista si se quiere-, que defendía a ultranza lo hecho por espadas nacionales –quehacer lleno de curiosidades- aunque muy alejado de principios técnicos y estéticos que ya eran de práctica y uso común en España.

A lo que se ve, el asunto tiene más picos que una custodia. Entre otras cosas, porque los mexicanos que hicieron suya esta manifestación, fueron fieles a la independencia taurina y esta dio pie a una libre y abierta expresión, que fue la que trascendió en México. Lo curioso es el afecto y admiración por el diestro gaditano, de ahí que considere a Bernardo Gaviño y Rueda como un español que en México hizo del toreo una expresión mestiza durante el siglo XIX. En ese sentido, Gaviño fue consciente de aquel estado de cosas y apoyó a los diestros nacionales en los términos que ya quedaron dichos.

De lo apuntado anteriormente, se puede concluir que la llegada masiva de toreros españoles a nuestro país, representaba, por un lado la aplicación de aquella empresa espiritual, y para ello fue necesario formar carteles donde, en sus diversas composiciones, los diestros hispanos fueron haciéndose del control. El caso más célebre es el de Luis Mazzantini quien después de la tremenda bronca que protagonizó el 16 de marzo de 1887, en la plaza de San Rafael lidiando un pésimo encierro de Santa Ana la Presa, puso pies en polvorosa, con destino a la estación de ferrocarril. En el andén, a punto de abordar el primer tren que daba lugar a su huida, se quita una zapatilla y con desdén sentencia: “De esta tierra de salvajes, ni el polvo quiero”.

Debe tomarse en cuenta el hecho de que cuando Ponciano Díaz fue a España en 1889 para “confirmar” (justo el 17 de octubre) una alternativa que sí se le concedió en Puebla, el 13 de abril de 1879, a su regreso se le recibió como un héroe. Pero pasó muy poco tiempo para que la afición reaccionara en contra suya, pues aquel episodio lo consideraron como una traición. Ese punto, que no tendría mucho que ver, en el fondo es un componente que aceleró aquellos cambios y reacomodos en el espectáculo taurino mexicano.

El guipuzcoano regresó meses más tarde, para reconciliarse con la afición. Desde ese momento y hasta el año de su despedida (1904), no le faltó oportunidad para anunciar la famosa “Temporada Mazzantini”. Ya fuese en solitario, o acompañado de uno o dos espadas más, todos españoles, los carteles tuvieron por aquel entonces y hasta los primeros del XX aquella configuración, antes de la aparición de Rodolfo Gaona. Creo incluso que fue el propio Ponciano quien encabezó aquella sana escapatoria hacia otros puntos del país., donde el refugio provinciano permitió admirar el desenlace del toreo a la mexicana, además de que entre los diestros que como él seguían contratándose, no había en realidad uno solo que diera la cara a los españoles con la debida consistencia.

Con Gaona, Juan Silveti, Vicente Segura, Carlos Lombardini o Pedro López se dio el primer contrapeso importante. Sin embargo, los españoles seguían posicionados de la dominante, y hubo carteles hasta entrado el primer cuarto del siglo pasado en que eran ellos los actores principales. Y de todo lo anterior no hago reproche, ni crítica. Tampoco alguna denostación. Simple y sencillamente he presentado los comportamientos más representativos que hubo en el pasado para que se entiendan algunos de los síntomas que aquí fueron destacados.

Finalmente, faltaban algunos años, muy pocos para que un nuevo capítulo detonara como parte de la reacción de “los nuestros”. Me refiero a la “independencia taurina mexicana”, que Humberto Ruiz Quiroz ha estudiado detenidamente, y que por su solo desarrollo merece especial atención…