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Historias: Toros famosos en México (III)

Miércoles, 29 Ene 2020    CDMX    Francisco Coello | Foto: FC   
"…Como jesuita permite contemplar un amplio espectro de..."
Uno de los mejores relatos sobre el papel de los "toreros" anónimos en la Nueva España, lo escribió fielmente Rafael Landívar S.J. (1731-1793) en su obra "Por los campos de México, o Rusticatio mexcana en 1782". Allí quedaron plasmadas las formas de ser y de vivir del criollo, quien se identifica plenamente en el teatro de la vida cotidiana pasados los años centrales del siglo XVIII.

Por los campos de México, publicada en Bolonia en 1782 está compuesta en bellos hexámetros, que es el verso épico por excelencia. Además, el padre Landivar se prodigó especialmente en esta obra ya que fue uno de los poetas mayores de la latinidad moderna, puesto a la altura de Poliziano, Frascatorio o Pontano, en opinión de Menéndez y Pelayo.

De entrada nos dice: Nada, sin embargo, más ardientemente ama la juventud de las tierras occidentales como la lidia de toros feroces en el circo. Son las primeras visiones de Landivar –hechas probablemente antes de la expulsión de los jesuitas en 1767–, donde sale al redondel solamente el adiestrado a esta diversión, ya sea que sepa burlar al toro saltando, o sea que sepa gobernar el hocico del fogoso caballo con el duro cabestro.

La formación de Landivar como jesuita permite contemplar un amplio espectro de la sociedad novohispana en general, y del espectáculo en particular, por lo que en otra parte de sus apuntes anota: Preparadas las cosas conforme a la vieja costumbre nacional... encontrarnos que el toreo en México, en aquel entonces, cuenta ya con las bases que le dieron carácter al espectáculo, mismo que presenció en alguna provincia, puesto que no vemos en su descripción ninguna referencia a plaza "formal".

El autor describió la salida al ruedo de un novillo indómito, corpulento, erguida y amenazadora la cabeza y ante él, el lidiador presenta la capa repetidas veces a las persistentes arremetidas [donde] hurta el cuerpo, desviándose prontamente, con rápido brinco [que] esquiva las cornadas mortales. Estamos ante el origen mismo del toreo de a pie en su forma definitiva.

La fiesta que presenció Rafael Landivar tiene sorpresas reveladoras. Luego de admirarse de la bravura de aquel toro más enardecido de envenenado coraje, salió el lidiador provisto de una banderilla, mientras el torete con la cabeza revuelve el lienzo, [y] rápido le clava en el morrillo el penetrante hierro..., y ya que el astado tiene clavada una banderilla, el lidiador, enristrando una corta lanza con los robustos brazos, le pone delante el caballo que echa fuego por todos sus poros, y con sus ímpetus para la lucha. El astado, habiendo, mientras, sufrido la férrea pica, avieso acosa por largo rato al cuadrúpedo, esparce la arena rascándola con la pezuña tanteando las posibles maneras de embestir.

Toda esta escena es representativa del modo inverso en que se efectuaba la lidia: es decir, banderillaban primero y después lo picaban, e incluso, deben haberse mezclado las suertes aprovechando una ciega bravura del toro, dato que sorprende pues revela un tipo de embestida hasta entonces desconocida, en virtud de que la crianza y selección como se conocen hoy en día, no eran métodos comunes entre los señores hacendados. O lo que es lo mismo, no había evidencia clara en la búsqueda de bravura en el toro, desde un punto de vista profesional.

La fiera, entonces, más veloz que una ráfaga mueve las patas, acomete al caballo, a la pica y al jinete. Pero éste, desviando la rienda urge con los talones los anchos ijares de su cabalgadura, y parando con la punta metálica el morrillo de la fiera, se sustrae mientras cuidadosamente a la feroz embestida. Fascinante descripción de la suerte de varas, misma que se efectuaba seguramente de forma parecida a la actual, con el pequeño detalle de que los caballos no llevaban peto.

Se intentó darle orden al espectáculo, pues es posible que se encontrara una autoridad, la cual mandaba que el toro ya quebrantado por las varias heridas, sea muerto en la última suerte seña de la formalidad que se pretendió imprimirle a la fiesta, que a pasos agigantados se alejaba de una improvisación muy marcada.
 
...el vigoroso lidiador armado de una espada fulminante, o lo mismo el jinete con su aguda lanza, desafían intrépidos el peligro, provocando a gritos al astado amenazador y encaminándose a él con el hierro. Momento de encontradas situaciones donde el matador y el jinete decidían por un mismo fin: la muerte del toro. Parece como si todavía permanecieran grabadas las sentencias que impuso la nobleza al atravesar con la lanza al toro y así, dar fin a un pasaje más de la diversión. Landivar marca un lindero entre el torero de a pie y el de a caballo:

El toro, (...) arremete contra el lidiador que incita con las armas y la voz. Este entonces, le hunde la espada hasta la empuñadura, o el jinete lo hiere con el rejón de acero al acometer, dándole el golpe entre los cuernos, a medio testuz, y el toro temblándole las patas, rueda al suelo. Siguen los aplausos de la gente y el clamor del triunfo y todos se esfuerzan por celebrar la victoria del matador.

Finalmente, el protagonista de todo este relato fue el torero que echó pie a tierra, quien expuso su vida en esos difíciles momentos de cambio: la transición del siglo XVIII al XIX. Este último recibió un toreo cuyo valor alcanzó momentos de verdadera grandeza.

De 1783 es la Descripción de las Fiestas que hicieron los diputados de la ciudad de Tehuacan, en celebridad de la dedicación del templo de Nuestra Señora del Carmen. Su autor. D. Francisco Joseph de Soria, nos obsequia el

Rasgo Épico

Bella escuadra de Moros, y Cristianos
al general concurso iba rigiendo
con las lenguas, los ojos, y las manos,
y el desazón pasado previniendo
del desafío arrogante
ningún oyente se quedó ignorante.

Entretanto el Señor don Joseph Prieto
para las Fiestas Reales, que procura,
examina sujeto por sujeto,
y el acierto entre todos asegura,
ya la noche fallece,
y el concurso con ella desaparece.

Pero qué importa si otro nuevo día
en los brazos nació del rubio Apolo,
a dar a Tehuacan más alegría,
que a infelices arenas dio el Pactólo
imágenes funestas,
si bien doradas; vamos a las Fiestas.

Se presentó la Plaza guarnecida,
y de nobles Tapices adornada,
sobre un cuadro perfecto constituida,
y a curioso nivel perfeccionada,
tan alegre, tan bella,
que apenas podrá hallarse otra como ella.

No por sus galas, no por su grandeza,
ni porque fuese en costos peregrina,
no por su adorno, no por su riqueza;
sino es porque le dio mano divina
por divisa española
gracia especial de ser como ella sola.

El primer día de Fiestas en media hora
se vió la Plaza tan de gente llena,
que aquel esmero mismo, que la explora
es inquietud, que mas la desordena,
cuyo remedio inicia
valida de las Armas la Justicia.

A este tiempo pobladas las Lumbreras
de varias gentes observó el cuidado:
De voces racionales, y parleras
un jardín era, sí, cada Tablado,
que al Cielo comparaba
si no lo que lucía, lo que brillaba.

Abriéronse las Puertas principales
de la Plaza, y a un tiempo entrar en ellas
se vieron en dos Niños especiales
sobre dos Brutos fijas dos Estrellas,
que en el punto que entraron
de Géminis el Signo figuraron.

Uno era Pliego Príncipe Cristiano,
adalid de la Noble comitiva,
que venía conduciendo a Don Mariano
de la Vega, en acción la más festiva,
de Músicos, y Criados
igualmente vestidos, y adornados.

El otro Prieto fue Príncipe Moro
de Don Joseph Mateos también seguido
para el efecto mismo, que un Tesoro
(sin ponderarlo) traía en el Vestido,
honrando a sus Blasones
criados cautivos, Músicos Ariones.

Con un vestido verde se presenta
de Terciopelo guarnecido de Oro
el partidor Cristiano, a quien intenta
en Arte y Galas exceder el Moro;
pero no lo consigue,
que la conducta igual en los dos sigue.

En los cuatro Caballos mil primores
todos admiran de una y otra parte,
y a no diferenciarse en los colores,
decir pudieran que eran los de Marte:
Tal era su viveza,
su hermosura, su gala, su destreza.

Tomó cada uno el puesto señalado,
y en esta forma se ordenó el paseo,
pareciendo que hacía uno, y otro lado
iba marchando el Délfico Museo,
el que siendo concluido
nuevos asuntos emprendió el sentido.

Con diestro impulso de sagrada Mano,
llevándose tras si los corazones,
parten la Plaza el Moro, y el Cristiano,
mejor dijera, dos exhalaciones,
que al uno, y otro Bando
no partiendo iban ya, sino volando.

Bellas tropas de Moros, y Cristianos
se presentaron en las cuatro esquinas,
que de manera mil corriendo ufanos
las ideas practicaron peregrinas,
que al estruendo de Marte
había curioso prevenido el Arte.

Distintas veces en la Plaza entraron
los Cristianos así como los Moros,
y sus festivos juegos alternaron
con varios lances a valientes Toros,
los que ofrecidos fueron
a los mismos que allí muerte les dieron.

Querer significar la diferencia
de figuras, de juegos, de labores,
que en los tres días formó la concurrencia
de sus festivos diestros Corredores,
fuera intentar cogellas,
o numeras del Cielo las Estrellas.

Baste decir, que fueron repetidas
la Marcha, la Partura, la Carrera,
por tres veces en Galas distinguidas,
la última, si, mejor que la primera,
y que el Día del Combate
el Cristiano valor al Moro abate.

Baste decir que ya vencido el Moro,
de ardides muchos se valió este Día:
Como andaban la Pólvora, y el Oro,
publicando las Glorias de MARÍA,
cuya Imagen amante
a la cristiana Fe voló triunfante.

Se acabaron las Fiestas, mas no acaba,
ni acabará el Amor de describirlas:
La misma Fama, que las decoraba,
con las cien Trompas no sabrá decirlas;
pero ninguna de estas
fue la mayor ventura de estas Fiestas.

Todo lo anduvo disponiendo el modo;
mas quien no admira ver en su progreso,
suceder tanto, y acabarse todo
sin que se hubiera visto un mal suceso,
ni en los torpes ensayos,
ni en la Plaza corriendo los Caballos.

Ni en las Torres los bronces agitando,
ni en el Coso a los Toros ofendiendo,
ni en las Risas la Plebe comerciando,
ni en las calles la Pólvora encendiendo;
todo lo gobernaba
mano Divina, que entre todo andaba.

 Hasta aquí con esa visión y revisión que, sobre el toro encontramos en diversos documentos que provienen del periodo virreinal. No son todos, pero sí aquellos donde están presentes aquellas notorias evidencias al respecto. Seguiré buscando lo más que sea posible para ir contando con una mayor interpretación respecto a tema tan interesante como es el de la manera en cómo aquellos pobladores, y más aún los diversos escritores apreciaron diversas características que nos explican la presencia del toro en los cientos, o quizá miles de espectáculos que se celebraron durante los tres siglos de aquella etapa. 

En próximas colaboraciones, retomaré el tema nada más aparezcan esas nuevas evidencias, pero el propósito es continuar, y ese hecho permite acceder al siglo XIX, espacio temporal de rica y abundante información que será muy importante conocer para contar con el contexto apropiado y así entender de mejor manera las diversas apreciaciones y otros tantos más que nos llevarán a entender cómo se fue configurando también, aquel sector de la ganadería que vinculó parte de sus procesos a los festejos taurinos. Gracias.

Otros escritos del autor, pueden encontrarse en: https://ahtm.wordpress.com/.


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