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Historias: Fiestas Reales

Miércoles, 13 Jun 2018    CDMX    Francisco Coello | Foto: Archivo SCC   
"...mismos que se celebraron durante el periodo virreinal..."

Gracias a los buenos oficios del buen amigo Enrique Fuentes, responsable de la emblemática librería "Madero" (Isabel la Católica 97, Centro Histórico), fue posible conseguir un ejemplar del rarísimo impreso "Torneos, Mascaradas y Fiestas Reales en la Nueva España", obra que en 1918, publicó D. Manuel Romero de Terreros, Marqués de San Francisco en la no menos célebre editorial Cultura.

Pasaron muchos años para obtener tan curiosa publicación, en la cual se encuentran reunidas una serie de referencias que permiten entender el significado de torneos, mascaradas y fiestas reales, mismos que se celebraron en abundancia durante el periodo virreinal que casi abarcó tres siglos.

Para entender el propósito del autor, basta con leer su interesante prólogo, en el cual se encuentran buena parte de las explicaciones que dan luz al respecto de aquellas puestas en escena. Veamos.

Nada más comenzar, apunta que "El origen de los torneos y justas se remonta a la costumbre, que antiguamente observaban casi todos los pueblos, de verificar simulacros de lances de guerra, para ejercitarse y adquirir seguridad y destreza en el manejo de las armas. En la Edad Media [del siglo V al XV aproximadamente], constituían los torneos suntuosas fiestas públicas, y en la Moderna [del siglo XV y hasta el XVIII en que dejaron de practicarse], siguieron celebrándose con más o menos lujo, para festejar los grandes acontecimiento".

Esto significa que su mayor trascendencia ocurrió desde aquellos remotos tiempos inmediatos a la caída del imperio romano, así como del comienzo de la guerra de “los ocho siglos” entre moros y cristianos (726-1492).

En su inmediatez con las razones bélicas, hubo ocasión de tornarlas estéticas en “El torneo –sigue apuntando el Marqués de San Francisco- propiamente dicho, [donde] los caballeros peleaban en grupos; en la justa, el combate era singular, de hombre a hombre; y en el paso de armas, numerosos campeones a pie y a caballo simulaban el ataque y la defensa de una posición militar. Generalmente los torneos se resolvían en justas, con que terminaban.

"Estos ejercicios caballerescos fueron introducidos en México por los españoles desde los primeros tiempos del coloniaje, pero no queda noticia de alguno en particular, si se exceptúa el verificado en la Capital de la Nueva España, con motivo del bautizo de los mellizos de don Martín Cortés” (hecho que ocurrió en 1566).

Ante el hecho inminente de que durante esos tres siglos se celebraron cientos, quizá miles de festejos bajo el principio de torneos, alanceamiento de toros y juegos de cañas, alcancías, estafermos y un despliegue en el uso de las sillas a la jineta y a la brida, queda como registro de todo aquello un conjunto de descripciones mejor conocidas como “relaciones de sucesos” que habiéndolas ubicado en un trabajo que tengo en proceso, alcanzan más de 350 documentos.

En todo ese testimonio se percibe la constante referencia de los juegos de cañas los que, a decir de Manuel Romero de Terreros [estos fueron] “Copiados de las antiguas zambras de los moros, [de ahí que] estos ejercicios servían de pretexto para presentar vistosas cuadrillas con lujosas libreas y ricos atavíos. Cierto número de caballeros, bien montados a la jineta, y lujosamente vestidos, empuñando cada uno una lanza en la diestra y llevando una adarga en el brazo izquierdo, se dividían en escuadrones de diversas libreas, llamados Cuadrillas, cada uno con su Cuadrillero, o Capitán, que servía de jefe a cuatro, seis, ocho o más combatientes.

Hacían su entrada a la plaza por cuatro distintas puertas, al son de oboes, sacabuches y otros instrumentos, y en los juegos más solemnes, cada cuadrilla iba precedida por numerosos pajes conduciendo mulas cargadas de cañas, que cubría un paño de brocatel. Después de saludar cortésmente a la concurrencia, y de cruzar la plaza de un lado a otro, se reunían las cuadrillas en el centro y, entregadas las lanzas a los escuderos respectivos, tomaban cañas, y empezaban el juego, que consistía en diversas escaramuzas, combatiendo con dichas cañas y defendiéndose las adargas.

Esto se prestaba para grandes demostraciones de destreza y agilidad, pues no sólo se combatía de frente, sino que, en algunas figuras, era preciso echarse la adarga a la espalda para resguardarse de los golpes del contrario. Las cañas, sumamente frágiles, se rompían en grandes números, al chocar con las adargas, que eran escudos ovalados de cuero muy duro con dos asas por la parte interior para embrazarlos”.

Durante el siglo XVI, criollos, plebeyos y gente del campo enfrentaban o encaraban ciertas leyes que les impedían montar a caballo. Fue así como el Rey Felipe II instruyó a la Primera Audiencia, el 24 de diciembre de 1528, para que no vendieran o entregaran a los indios, caballos ni yeguas, por el inconveniente que de ello podría suceder en “hazerse los indios diestros de andar a caballo, so pena de muerte y perdimiento de bienes... así mesmo provereis, que no haya mulas, porque todos tengan caballos...”. Esta misma orden fue reiterada por la Reina doña Juana a la Segunda Audiencia, en Cédula del 12 de julio de 1530. De hecho, las disposiciones tuvieron excepción con los indígenas principales, indios caciques.

Aunque impedidos, se dieron a ejecutar las suertes del toreo ecuestre de modo rebelde, sobre todo en las haciendas. En pleno siglo XVIII, los que llegaron a ejecutar el repertorio de suertes tuvieron que hacerlo ocultándose detrás de una máscara. Por eso, a muchos de los festejos que todavía se daban durante la época del virrey Bernardo de Gálvez (1785-1786), uno de ellos descrito por Manuel Quiroz y Campo Sagrado, autor de la obra: Pasajes de la Diversión de la Corrida de Toros por menor dedicada al Exmo. Sor. Dn. Bernardo de Gálvez, Virrey de toda la Nueva España, 1786, a la sazón, un muy buen aficionado, comenta que se les llegó a conocer como “tapados y preparados”, de acuerdo a lo que nos cuentan Salvador García Bolio y Julio Téllez García en "Pasajes de la Diversión de la Corrida de Toros" por menor dedicada al Exmo. Sr. Dn. Bernardo de Gálvez, Virrey de toda la Nueva España, Capitán General. 1786. Por: Manuel Quiros y Campo Sagrado. México, s.p.i., 1988. 50 h. Edición facsimilar.

Con lo anterior tenemos ya una explicación de aquellos festejos, “auténticas comparsas concebidas por caballeros nobles, de estudiantes de la Universidad o de diversos gremios de artesanos, vistiendo trajes que querían representar, ya personajes históricos o mitológicos, ya las Virtudes Teologales, los Dones del Espíritu Santo, o aún los vicios del hombre; y festejábanse con ellas las juras y cumpleaños de los monarcas, los santos de los virreyes, las dedicaciones de las iglesias, la entrada pública de los virreyes y de los arzobispos, y la mayor parte de las fiestas profanas y religiosas” como refiere el también autor de otras obras con las que recobró lo mismo el brillo novohispano que las intensidades del siglo XIX en la figura de personajes como Benito Juárez o Antonio López de Santa Anna.

Sobre la silla jineta, esta tenía los arzones altos, los estribos cortos y los frenos recogidos. Montaba a la jineta la caballería ligera y el caballero iba encogido, no pasando las piernas de la barriga del caballo, a la usanza morisca, tal y como puede apreciarse en la imagen que acompaña estas notas, que procede de la genealogía de don Thadeo Porta y Tagle de Oaxaca (ca. 1739), y donde el mencionado personaje montado gallardamente, aparece en la representación de un caballo que levanta las dos manos en el aire, lo que significa que Porta y Tagle murió en combate.

Lleva además armadura, una peluca que impuso la moda de los primeros virreyes que estuvieron al servicio de la casa de los borbones, pero sobre todo monta a la “jineta”, aunque no dispuesto para un torneo o juego de cañas sino para modelar en el interesante registro que refleja ostentación, condición social, las armas que de alguna manera reafirman el linaje y hasta la señal de que, entre sus súbditos se encontraban esclavos negros, privilegiados con algún quehacer cercano al que supone el cuidado de los caballos, como puede apreciarse en el personaje de color que aparece a la derecha portando ropas bastante dignas.

 Este apunte, rico en intenso colorido, e impreso en papel pergamino, al margen de su propósito genealógico, es una fiel muestra en que ostentaban lucidas galas en vistosos trajes.

 Terminaré apuntando que la silla “a la brida” fue en principio un espacio bastante ceñido a las caderas del jinete con lo que se garantizaba la sujeción del mismo, apoyado en aciones o correas que penden de los estribos en la silla de montar y adaptadas de acuerdo a lo largo de las piernas. Muy importante era el freno integrado por otras tantas piezas como el filete o bridón y cabezón, gamarra y muserola.

Por su parte, Juan Suárez de Peralta logró que el impresor Fernando Díaz publicara en 1580 y en Sevilla su Tratado de la Cavallería, de la Jineta y Brida…, que no es sino la suma de experiencias novohispanas que recogió en ese curioso estudio, mismo que debe haber elaborado en forma por demás reposada, en contraposición al de aquella salida estrepitosa en 1566 y con rumbo a España, luego del intento de insurrección de los célebres hermanos Ávila, con quienes intentó apoyar el alzamiento de Martín Cortés; siendo este quizá uno de los primeros anhelos de emancipación. Como sabemos, ese propósito se concretó al comenzar el siglo XIX.


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