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Historias: Teatro y toros

Miércoles, 02 May 2018    CDMX    Francisco Coello | Foto: Archivo   
"...quedó sujeto al sumarse en las conmemoraciones establecidas..."

Al culminar el proceso de conquista (quizá la última etapa se presentó con la dominación de los indios chichimecas en 1600), y ponerse en marcha la etapa de colonización, el teatro constituyó uno de los instrumentos más importantes que operaron con vistas a consolidar, entre otras cosas, el intento de evangelización por parte de los integrantes de diversas órdenes religiosas.

Este concepto no era ajeno entre los naturales. Existieron evidencias muy claras de la representación de un teatro nahualt prehispánico (basado en trági-comedias) que puede constatarse gracias a códices existentes, así como a una sólida investigación, lo que permite entender parte de su vida cotidiana.

Con los años, se hizo notar la presencia de autores representativos como Gonzalo de Riancho, Arias de Villalobos, durante el XVI. Décadas más adelante, se suman al repertorio sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, Eusebio Vela y muchos otros que legaron obras, muchas de las cuales han llegado hasta nuestros días.

De acuerdo a lo publicado por Armando de María y Campos (Imagen del mexicano en los toros. México, 1953 y Las peleas de gallos en México, 1994), contamos con la evidencia de que en algún momento, sobre todo durante un muy avanzado siglo XVIII, los toros se incorporaron al teatro “de coliseo” –tal y como lo refiere Germán Viveros (Escenario novohispano. México, Academia Mexicana de la Lengua, 2014)-, con lo que el espectáculo traspasaba sus propios espacios para extenderse y combinarse con otros efectos de la escenificación.

La expresión teatral en aquellos tiempos, guardó una estrecha relación, sobre todo con diversos hospitales que gozaban del financiamiento que, gracias a las funciones llegaba con frecuencia a sus arcas.

Así como los toros y juegos de cañas, el teatro también quedó sujeto al sumarse en las conmemoraciones establecidas por la autoridad desde 1528. Lo mismo ocurría al solo anuncio de fiestas “repentinas” o “solemnes”.

Es bueno recordar que, entre las numerosas fiestas novohispanas, estas se debieron a dos razones fundamentales: las fiestas “solemnes”, en las que como apunta G. Viveros [fueron] “de origen por lo general eclesiástico y con fechas fijas; su intención era doctrinaria, dedicada particularmente a españoles y criollos, aunque con participación marginal de indios, mestizos e incluso negros.

Éstos intervenían en las procesiones festivas, en las que momentáneamente convivían con criollos y peninsulares, pero sin que hubiera visos de integración social real; en realidad, la población india y mestiza constituía la fuerza de trabajo que hacía posibles las fiestas públicas. La otra modalidad festiva era la de las “repentinas”; durante éstas se celebraban sucesos de la vida laica y tenían carácter aleatorio y lúdico, en oposición a los festejos eclesiásticos” (op. Cit., p. 43).

De vuelta con María y Campos, el autor refiere una de esas primeras escenificaciones en Guadalajara, durante los meses de julio y agosto de 1787, aunque no faltó la voz opositora del Asesor en turno, quien emitió una opinión contundente: “Con la permisión de novillos [concedida “sin duda por el Exmo. e Ilmo. señor Arzobispo que entonces gobernaba], concurre mayor multitud de gentes del pueblo, sin que se les pueda contener… fuera de que no se pueden representar buenas piezas ni hacer bailes. Con motivo de hallarse embarazado el teatro con la especie de tablado que necesita ponerse para figurar la plaza” (Imagen del mexicano en los toros, 12).

En seguida indica que, debido a la autorización que concedió el virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa, se corrieron toros en el interior del Coliseo (esto en la ciudad de México) justo el 8 de febrero de 1779. En aquella jornada, se representó la comedia jocosa intitulada El mariscal de Virón. La noche siguiente sucedió algo similar con la comedia Amo y criados en la que se lidiaron otros dos toros y se corrieron liebre acosadas por galgos. El día 10, la cosa tuvo efectos más atractivos, pues se hizo presente una cuadrilla en la que estaba integrada una torera, agregando a lo atractivo del programa dos tapadas de gallos y fuertes apuestas entre los asistentes.

Los hubo también el 11 y 12. Sin embargo, el día 13 y dadas ya una fuerte carga de razones en que brillaba el desorden, el propio virrey terminó prohibiéndolas. Así que ni teatro, ni toros ni monte parnaso pudieron disfrutar los asistentes que fueron desalojados.

Si hay que entender el desarrollo de la fiesta taurina dieciochesca, esta evolucionó al cohabitar con el teatro, espacio desde el cual se representaban cuadros que incluían procesiones, “danzas, gigantes y juegos” o representaciones en que el ilusionismo y otros efectos estaban presentes. A ello debe agregarse un relajamiento de las costumbres y, desde luego la confrontación habida con el efecto que la filosofía de la ilustración lanzaba a través de su discurso, lo que llegó al punto de frecuentes cuestionamientos y prohibiciones.

Para 1638, los espacios teatrales adquirieron poco más de formalidad, pero muy poco sabemos si en esos sitios, la arquitectura efímera daba condiciones para habilitar un escenario adecuado para presentar algún cuadro taurino.

Fue el Coliseo, y durante el siglo de “las luces”, el sitio donde hubo cabida a peleas de gallos y a corridas de novillos, ambas funciones “restringidas por ciertos intendentes, por considerar espectáculos que nada tenían que ver con el teatro en sí mismo” (Viveros, 62).

Sin embargo, esas funciones fueron un hecho y quedas registradas en pocos pero suficientes ejemplos para su estudio e investigación.

El cartel que acompaña estas notas, y que corresponde a una función en 1803, es una de las más cercanas muestras de aquellas puestas en escena, donde la sola evocación del martirio que sufrió en carne propia San Felipe de Jesús, fue pretexto para concretar las razones festivas, mismas que incluían bailes, intervención de compañías y el natural despliegue y montaje en los escenarios cumpliendo así tres tiempos básicos: “De representado, de Canto y de Baile”

El aviso advierte que “El Coliseo se iluminará y adornará según estilo; siendo la paga doble por orden superior, sin excepción de Palcos y Lunetas de temporada; en cuya virtud y para que no sea perjudicada una causa piadosa de la primera recomendación, se suplica que si los dueños no gustaren ocuparlos, avisen en tiempo a los Cobradores o a la Guarda Casa, para que se puedan arrendar a otras personas.

Finalmente apuntaré que aquel maridaje permitió llevar a las plazas de toros mismas todo un repertorio de cuadros que fueron complemento de la función taurina en el siglo XIX (expresiones parataurinas fundamentalmente basadas en mojigangas, agregando a ello coleaderos, fuegos de artificio, presencia de otros animales, toro embolado, todo lo anterior con sello teatral), alcanzando verdaderas cotas de fascinación como pocas veces se ha contemplado en el curso de la fiesta de toros, la cual se acerca a sus cinco siglos de convivir entre nosotros, como sucederá en 2026


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