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El comentario de Juan Antonio de Labra

Miércoles, 27 Dic 2017    CDMX    Juan Antonio de Labra | Opinión     
...Con cuánta ilusión seguía a David y Alejandro por las plazas...
Juan Silveti resistió como lo que era: un torero de raza. Y lo hizo hasta el último aliento, ahí en su Rancho Seco de Salamanca, la finca donde alentó sus ilusiones tras su retiro de los ruedos, y donde también sufrió la dolorosa muerte de David, aquel terrible mediodía de noviembre de 2003.

Pero nunca perdió la fe, ni su contagiosa simpatía, y ese don de gentes que lo hacía un ser admirable, de conversación ágil y brillante, de trato afable y cariñoso, o también explosivo y recio cuando había que ponerse serio. No en vano era el hijo del Tigre de Guanajuato, un ícono de la cultura popular del Bajío.

Varias veces tuve el privilegio de convivir con Juan, en distintas circunstancias y ambientes. Y quizá lo que más me atraía de su personalidad era esa forma de ser y de estar. El Tigrillo se hacía querer porque tenía la sencillez de los grandes, de los que saben lo que han sido sin que haga falta estar recordándolo.

Ahí quedan esas dos puertas grandes de Madrid como ejemplo, tan difíciles de igualar para los toreros mexicanos, o la salida a hombros de Sevilla en 1954, en una ciudad donde gozó la vida de joven y también de viejo, cuando dio rienda suelta a su afición taurina.

Con cuánta ilusión seguía a David y Alejandro por las plazas de Dios; ahí estaba siempre, dispuesto para dar un consejo certero, casi clarividente, como aquella mañana en un hotel de Puebla cuando me dijo: "Para matar bien a los toros hay que hacerlo con mucha técnica…", y después de meditar unos segundos, apuntillo: "… o también con mucho valor", y soltó la carcajada.

En sus ojillos chispeantes, que se reducían a dos luminosas rendijas cuando reía, se dibujaba el de su padre, el famoso Meco, aquel hombre bragado con el que su toreo no congeniaba en absoluto. Por fortuna.

En otra ocasión en que le pregunté en Morelia durante una tertulia si para ser buen torero había que ser buen golfo. No le espantó la ocurrencia, y aunque la frase tenía su jiribilla, me contestó que "antes era otra cosa". Sí, otra cosa muy distinta a lo de ahora. Juan lo sabía. Lo sentía. Pero nunca se refugió en la amargura. Al contrario. Sabía mirar hacia adelante con la frente en alto.

Se desvivía por seguir a sus hijos a la plaza que fuera, como lo demuestra esa foto que le tomé en Juriquilla en 1991 ayudando a David, con las manos nerviosas, a liarse el capote de paseo, o esa tarde en que juntos nos convertimos en un improvisado "tiro de mulillas" y sacábamos los novillos muertos amarrados a una camioneta del ruedo de una portátil instalada a la vera del lago de Valle de Bravo, donde estaba toreado Alejandro.

Juan siempre estaba para ayudar, y lo hacía con gusto, despojado de cualquier atisbo de arrogancia. Y así, entre corrida y corrida, con la zozobra de tratar de ayudar a sus hijos a que se hicieran toreros, y más tarde con la satisfacción de saber que también su nieto llegaría lejos, gozaba esa extensión de su vida profesional, que ya se había terminado muchos años antes.

No olvidaré el gusto que me dio saber que Juan estaba escuchando la transmisión de la corrida de la alternativa de Diego, en vivo, desde la plaza de Gijón. Narraba yo pensando en él, tratando de describir bien cada momento de esa tarde de agosto de 2011, con la añoranza de que a miles de kilómetros había un Silveti, el asolerado pilar de la dinastía, escuchando la historia hablada del día más importante en la vida de su nieto, el cuarto matador en línea directa, continuador de un maravilloso legado familiar.

Y así como esa, la última vez que tuve ocasión de recibir un beso suyo en la mejilla, como solía hacerlo con aquellos a los que profesaba cariño en recuerdo de nuestras gentes, amigos íntimos como lo fue mi tío Paco Madrazo. Porque Juan fue un torero de
La Punta. Se acomodaba muy bien con los toros negros de la hacienda jalisciense, como aquel "Esclavino" al que le tumbó el rabo en la Plaza México en 1960.

Se ha ido Juan Silveti Reynoso, el hombre, y con él también se marcha una figura del toreo. Sin embargo, ahí queda su imborrable recuerdo, el de un torero con eso que hay que tener para trascender en la vida. Hoy nos deja su pureza, su calidad humana, y esa simpatía a raudales que no podremos olvidar. Muchas gracias, querido Juan, por haberte entregado como torero y como persona.


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