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Desde el barrio: En medio de la leyenda

Martes, 26 Dic 2017    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
...El refinado heredero trocó en clase y despaciosidad los...
Se va este maldito 2017 llevándose a uno más. Como si no hubiera tenido bastante con la larga lista de grandes nombres del toro que el paso del tiempo ha cargado a su cuenta, sin distinciones, ahora le ha tocado a Juan Silveti, otro hombre bueno. Otro torero para la historia.

Sucedió el día de Nochebuena que fue Nochetriste del México taurino, y en su rancho de la Salamanca guanajuatense, donde la vida se le iba yendo a suspiros cada vez más quedos para, esperemos, acabar de cerrar una nómina de llanto que comenzó también a aquel lado del Atlántico con el bueno de Chucho y ha seguido con Gregorio, Sebastián, Manolo, Iván, Dámaso, Victorino, Fabián…

Maldito por eso este 2017 que ya dobla y bendito aquel 1951 en que volvió a restablecerse el intermitente convenio taurino hispano-mexicano para que, desembarcando todos en el puerto franco de la Monumental de Barcelona, pudiera pisar los ruedos de España la nueva generación que tomaba el relevo de los históricos de la Edad de Oro del toreo azteca.

Vinieron todos, o casi todos, buscando la estela de Arruza, liderados por una terna de mosqueteros sin D’artagnan de la que solo Jesús Córdoba fue capaz de batirse en auténtico duelo con los grandes espadachines hispanos. Claro que, sin defender ninguna corona, mejor que a ellos le fue a El Ranchero Aguilar, que esparció su aroma por una Sevilla que supo gracias a él que en Tlaxcala también hacía aire.

En aquella década de los cincuentas también pegó algún bocado por España un voraz Tiburón de Sinaloa, como apodaban a José Ramón Tirado, y sólo un año después de que pudiera pasear su orgullo por la calle Sierpes un León de Tetela, el gran Joselito Huerta, que fue fiera mayor de la novillería. Pero nadie, ninguno de ellos, logró tanto como el hijo de El Tigre, ese otro Juan Silveti que pisó la universidad y que encauzó y atemperó por Ronda un bragado valor paterno a prueba de pitones y de balazos.

El refinado heredero trocó en clase y despaciosidad los bizarros alardes del que, como no podía ser menos, fue el torero predilecto de Pancho Villa. Y con ello le bastó para avalar  en 1952 dos salidas a hombros en Las Ventas –el mismo día de su confirmación, con una de Pablo Romero, y en la Corrida de la Prensa, con los astifinos del Conde de la Corte– y las dos orejas de uno de Guardiola en la Maestranza en el 54.

Esos fueron los hitos mayores del toreo mexicano en la triste España de la autarquía  franquista. Y los firmó únicamente este otro Juan Silveti hispanizado, de verónica tersa y clásica, de natural largo y lánguido, con el mérito añadido de hacerlos coincidir con la época del más furibundo y vertiginoso relevo generacional que se haya vivido en el toreo español, un reñidero sin piedad ni contemplaciones con quienes no estuvieran al nivel de las nuevas hornadas, cada año refrescadas, de toreros del postmanoletismo.

Tal era precisamente el íntimo orgullo –reflejado numéricamente en las siete orejas que paseó en las diez corridas en que se anunció en Madrid– que albergaba con discreción este Juan Silveti tranquilo y educado, conversador pausado y aficionado cabal que, contra natura y con la sufrida entereza de su genética, tuvo incluso que contemplar el cadáver de su hijo, aquel Rey David del toreo más hondo que pueda salir del alma.

Ahora queda su memoria más allá de las reseñas de trámite. Queda el recuerdo y su importancia como brillante capítulo de una dinastía desde cuya altura se divisa toda la historia moderna del toreo mexicano. Que le llamaran El Tigrillo fue solo cuestión ordinal, un diminutivo cariñoso que distinguiera entre el senior y el junior de una fructífera saga que en menos de un mes colocará en los carteles el nombre de otro nuevo Juan Silveti. El tercero de una hermosa leyenda de valor y de clase que nunca se agota.


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