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Desde el barrio: De banderas y de fronteras

Martes, 17 Oct 2017    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
...el significado de los adjetivos puede acabar envenenándose con...
Se le queda muy corto a la tauromaquia ese manido calificativo de fiesta "nacional", un adjetivo restrictivo y simplista para un espectáculo universal, que, como todo arte mayor, no conoce fronteras ni nacionalidades para ser disfrutado. Incluso, de tanto repetirlo, llega a antojarse como un grave menosprecio a quienes también lo sienten como suyo en Francia, en Portugal, en México, en Colombia, en Perú, en Ecuador, en Venezuela, en Estados Unidos…

Seguro que no fue esa la intención del Conde de las Navas cuando en 1900 publicó esa joya de la bibliografía taurina –"El espectáculo más nacional"- que, sin duda, dio pie a esta larga costumbre nominativa. Porque lo que pretendía titulando así el ilustre jurista malagueño era señalar, a través de los argumentos de todo tipo que daba en el libro, el carácter eminentemente popular de la fiesta de los toros en España.

Pero el significado de los adjetivos puede acabar envenenándose con el tiempo y las costumbres, con las vicisitudes de la sociedad e incluso con las guerras, como sucedió con todo lo "nacional" que el franquismo usó contra la otra mitad de una nación partida en dos. De ahí, la mala prensa, la siniestra evocación que el calificativo alcanzó en España y que incluso acabó afectando a la errónea calificación que, como frase hecha, acompaña hasta hoy mismo a la fiesta de los toros.

Tal fue la utilización franquista de la tauromaquia que incluso llegó a asegurarse que Manolete mandó retirar la bandera tricolor de la República Española que supuestamente ondeaba en El Toreo de la Condesa la tarde de su presentación en México, un escenario en el que, realmente, nunca se colocaron ningún tipo de enseñas nacionales. Pero lo que nadie dijo es que en esos días de campaña mexicana el Monstruo, ídolo de todos los españoles, incluso de los exiliados políticos, cenó con el ex ministro socialista Indalecio Prieto, sin que les separara ninguna bandera.

Pero es justo en estos días de choques de nacionalismos, de ilegales secesionismos y demás puñeteros ismos, como el cateto y clasista separatismo catalán, cuando una gran parte de los ciudadanos, reavivada y tocada la fibra sensible de su españolismo, ha sacado del armario el más exaltado sentimiento de lo "nacional".

La reacción ha llegado a un nivel nunca alcanzado en los cuarenta años de democracia, en lógica y comprensible proporción a la grave amenaza de ruptura del país que pretende el desvirtuado catalanismo que apoyan unos radicales que se dicen de izquierdas y que olvidan que su himno es "La Internacional".

Como no podía ser menos y para darle la razón a Ortega y Gasset, los efectos de esta reacción pendular han llegado también, e incluso con más fuerza, hasta las plazas de toros. Es más, parece como si la asistencia a los tendidos se hubiera convertido en una la mejor manera de demostrar el patriotismo, de alardear de españolidad y de ondear airosa y airadamente unas banderas rojigualdas que también los toreros están obligados a pasear en las vueltas al ruedo.

El fenómeno ha sido ostensible durante este mes de septiembre en todos los ruedos españoles, sobre todo cuanto más se acercaba la fecha del trucado y esperpéntico referéndum catalán. En Madrid hasta la empresa y algunos medios llegaron a pedir que el público acudiera con banderas a presenciar la corrida de la Hispanidad. Pero donde más se ha hecho patente la cuestión ha sido en Zaragoza a lo largo de esta feria del Pilar, coincidiendo con los días de la interrupta declaración de independencia del gobierno de Puigdemont y sus secuaces.

El coso de La Misericordia, que se ha llenado como hacía muchos años,  ha estado envuelto cada tarde de toros, cada mañana de vaquillas, cada noche de recortadores y roscaderos en un caldeado ambiente de fervor patriótico, plagado de banderas nacionales, de jotas vigorosas y de permanentes, y hasta inoportunos para la lidia, vivas a coro a España,  al Rey, a la Guardia Civil y a la mismísima Virgen del Pilar.

Pero cuando el ardor españolista llegó a desatarse casi bélicamente fue la tarde del 13 de octubre, con un Juan José Padilla descarada y hábilmente populista que, literalmente envuelto en telas rojas y gualdas, decidió subirse a la cresta de la ola para enervar aún más el clímax patriotero a poco más de cien kilómetros de Cataluña.

Puede que esta reacción, o quizá moda, que no dejará de ser pasajera en cuanto las aguas políticas vuelvan a su cauce, beneficie momentáneamente a la tauromaquia en España. No en vano, y aun de forma ocasional, ha traído consigo la respuesta masiva y popular que hace tiempo estábamos esperando frente a los ataques externos a la tauromaquia. Pero convendría tomar la, en principio, favorable situación con menos oportunismo y más relatividad.

En esta fiesta sin fronteras, ni nacionales ni regionales, que debe ser la de los toros, quizá sí que deberíamos marcarnos nosotros mismos algunos límites para que no se pervierta el sentido del rito y de un espectáculo en el que las reacciones del público deben generarlas únicamente toros y toreros. Y porque, para mantener su irrenunciable carácter popular, las corridas no pueden convertirse en un acto excluyente por servir de escaparate de una determinada y acusada tendencia ideológica.

Sí, igual que los sediciosos catalanistas nunca debieron traspasar la línea roja de la ley, el toreo debe respetar a su vez ese delgado límite que separa el populismo de lo populachero, el patriotismo del patrioterismo y, sobre todo, el españolismo bien entendido de la vulgar españolada. Porque nada sería más inconveniente para la tauromaquia en este crítico momento que hacer retroceder su imagen cincuenta años en el tiempo.


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