...La tercera tarde trascendente del hijo de El Rey del Temple tuvo...
Jesús Solórzano tendría en 1974 lo que quizás fue la temporada más redonda de su carrera, con una tercia de trascendentes actuaciones. La primera tuvo lugar el 13 de enero en la Plaza México cuando acartelado con Eloy Cavazos y Mariano Ramos, realiza una faena que ha sido calificada como de las más importantes realizadas en la historia del coso. Es la de "Fedayín" de Torrecilla.
La historia previa a esta tarde es interesante, porque aún a mediados de semana no se conocía la presencia de Jesús en el cartel y "Fedayín" tampoco había llegado a los corrales de la plaza. Tuvieron que conjuntarse una serie de factores en los despachos para que el doctor Gaona aceptara a regañadientes la presencia de Chucho en esa tarde y el que se pelearan dos toros inutilizándose uno de ellos para que "Fedayín" llegara desde la hacienda de El Sauz para completar el encierro. De la narración epistolar de Carlos León, publicada en el desaparecido diario Novedades de la Ciudad de México y dirigida a don Lucas Lizaur, de las Zapaterías El Borceguí, extraigo lo que sigue:
Jesús Solórzano II, que inesperadamente entró al cartel como con calzador, parecía que iba a ser El Ceniciento de la tarde; un simple arrimado, marginado en un rincón de la cocina mondando patatas, mientras otros se despachaban el caldo gordo con la cuchara grande. Pero resultó que el arrimado salió a arrimarse, que es, si no lo primordial, sí indispensable para pisar fuerte. Pues, como tu bien sabes, esto del oficio del toreo es como un remendón poniendo medias suelas: Unos le dan al clavo y otros se destrozan los dedos.
¿Qué fue lo que hizo Chucho para armar la que armó y colocarse, de golpe y porrazo, en un sitial que nunca había tenido? Pues muy sencillo: Volver los ojos hacia el toreo de antaño, al toreo clásico, al torear rondeño. En vez de dejarse llevar por el camino herético de la supuesta e iconoclasta Escuela Mexicana del Toreo, retornó a la verdad y a la naturalidad, a la pureza de procedimientos, a la estética desahogada. Y con eso tuvo para abrirle los ojos al público, que en una revelación volvía a ver los viejos moldes que creían haber roto los falsos profetas.
Por supuesto que, en esto del toreo, como en el bien calzar, cada quien necesita un ejemplar a su medida. Ni chicos que le aprieten, ni otros que le vengan grandes, para que el asunto camine. Ni duros, como los de anca de potro, a los que hay que amansar, pues normalmente, entre la torería moderna, se sienten más a gusto con los que ya vienen amansados.
Pero Chucho, a la inversa del popular slogan, es un joven con ideas antiguas, con la añeja solera de su padre, El Rey del Temple. Si bien con el capote anduvo desdibujado –lo estuvieron todos–, en lo demás, hasta en adornarse en banderillas que ya casi nadie las clava, hizo una faena de las de ayer, un trasteo de los que quitan años de encima, con muletazos y buenas maneras de otras épocas. Todo lo gris que había estado en su primero, fue luminosidad con este quinto toro, que en mala hora bautizaron "Fedayín", nombre aborrecible para personas civilizadas. Para tan bella faena, pocas nos parecieron dos orejas y dos vueltas al ruedo. Pero eso era lo de menos, había resucitado el bien torear y eso nos llenaba de regocijo. (Carlos León, "Con Chucho Superstar renació el toreo estelar: Dos orejas", en Novedades, México D.F., 14 de enero de 1974).
El 10 de marzo de ese 1974 fue la segunda efeméride notable de su año cumbre. Jesús fue integrado al cartel de la despedida del "Berrendito" Luis Procuna, junto con Eloy Cavazos, en corrida televisada a escala nacional. Esa tarde, independientemente de la nota nostálgica que representó el cierre de la trayectoria de uno de los toreros más queridos por la afición capitalina y que por esa fecha, era el único activo del cartel inaugural de la México, la torería de Jesús Solórzano Pesado fue una de las notas agudas y destacadas del festejo, en el que realizó una gran faena a "Billetero", de las dehesas de don Mariano Ramírez.
Frente a la entrega de Luis Procuna, que cortó el rabo de Caporal, cuarto de la corrida y último de su andar por los ruedos, Chucho exhibió torería y entusiasmo con Billetero, el tercero de la tarde y algo que pocas veces se observa en los ruedos, un profundo respeto por el maestro que se va. De nuevo recurro al testimonio de Carlos León, que en carta abierta a la propietaria de la Fonda Las Delicias, Esperanza Tapia, entre otras cosas, escribió esto:
Oreja a Solórzano, nueva figura. – Has de saber que una actuación de "Chuchito Superstar", cuando "traga" es bocado de cardenal. A ciencia cierta nunca he sabido lo que comen los cardenales, pero si acaso, solo el nuestro, su eminencia el doctor Darío Miranda, será capaz de entrarle a una chicharronada con salsa de fresadilla bien molcajeteada, porque no creo que los purpurados del Sacro Colegio vayan más allá de unos tallarines con queso parmesano.
Lo malo es que, siendo un artista que por herencia paterna trae en sus venas solera de la fina y hasta cierta dulzura de ate moreliano, de pronto le ocurría lo que a los frijoles: Que al primer hervor se arrugan. Y entonces, cuando ya tenía la mesa puesta –nació con cuchara de oro en la boca, en vez de traer torta bajo el brazo– prefería limitarse a darnos atole con el dedo. Más por fortuna, como lo saben tus anafres, “el carbón que ha sido brasa fácilmente vuelve a arder”. Y hoy, sereno y confiado, pisando fuerte como pisan las figuras, Chuchito tornó a ser Superstar.
Y torero completo. Señoriales sus verónicas, bordados sus quites, espectaculares sus pares de banderillas y un señor muletero de tal categoría que, borró los congestionamientos a los que el público se estaba acostumbrando cuando solo se le ofrecían escudillas de indigesta bazofia. La naturalidad, la verticalidad, el elegante bien hacer que hoy nos hicieron confirmar que "ese arroz ya se coció", ha madurado al fin como un torero de excepción y como un matador certero, que sin llegar a gran estoqueador, no pasa fatigas para redondear dignamente su labor muleteril. Le tumbó la oreja al primero y dio vuelta al ruedo en el sexto, al que dio muletazos increíbles, antes de que el toro, con poco gas, apagara lo que iba para llamarada. (Carlos León, "Procuna, en su despedida, dio la tarde de su vida", en Novedades, México D.F., 11 de marzo de 1974).
La tercera tarde trascendente del hijo de El Rey del Temple tuvo lugar en Aguascalientes, en la segunda corrida de la inauguración de la plaza Monumental el 24 de noviembre. En esa segunda corrida el inolvidable Cabezón González confeccionó lo que se dio en llamar un cartel de banderilleros, en el que actuaron junto a Chucho el acapulqueño Antonio Lomelín y Manolo Arruza, para lidiar toros del ingeniero Mariano Ramírez. El primer toro de la tarde se llamó Pinocho, dedicado al subalterno y apoderado Manuel González y lo sucedido allí, nos lo recuerda la crónica de don Jesús Gómez Medina:
Y en la palestra del nuevo coso se produjo "el milagro de la verónica" como si, al torear de capa, Chucho Solórzano fuese repitiendo el soneto de Xavier Sorondo:
"Los brazos pordioseros, como péndulo doble, arrastran por la arena la comba del percal..."
Un vibrante escalofrío barrió los tendidos, sacudidos por el flamazo de la emoción más noble que pueda depararnos la fiesta brava: La emoción del arte; mientras Solórzano concluía los lances antológicos con un recorte señorial.
¡Admirable conjunción aquella! El toro, prototipo de bravura y buen estilo y el torero, dechado de calidad y de arte. Y si "Pinocho" aportó nuevos lauros a la triunfadora vacada de Mariano Ramírez, Chucho por su parte, ilustró con nuevas hazañas los blasones de la afamada dinastía moreliana...
A la elegancia, al aplomo y al buen gusto para realizar las suertes añádase la variedad, que no parecía sino que, al torear de muleta, Solórzano tenía por norte el poema de Gerardo Diego "Oda a la Diversidad del Toreo". En esta forma, en lugar de los trasteos a golpe cantado, asistíamos al gozoso espectáculo de un Solórzano que, sin desviarse de la norma clásica, con los naturales cadenciosos, apretados, de genuina estirpe rondeña; y al lado de los derechazos pausados, ceñidos, la mano baja y la pierna contraria al frente, intercalaba los de trinchera, los firmazos, el afarolado y los molinetes, de los que hubo uno, girando lentamente ante la propia cara del burel, que hubiese firmado Belmonte.
Filigranas éstas de la mejor calidad y del gusto más exquisito que, lejos de restarle hondura a la faena –¡A la gran faena!– le infundieron mayor brillantez a la manera que una rica pedrería embellece una joya forjada con oro de la mejor ley.
A un tiempo, sepultó Chucho todo el acero ligeramente trasero. Rehusábase “Pinocho” a doblar y para conseguirlo, su matador apeló a un recurso de vieja ejecutoria: Extrajo la espada y, corriéndola hasta el cerviguillo, descabelló al segundo intento, a cambio de verse achuchado y sufrir un varetazo. Ovación estruendosa. Las dos orejas y el rabo de "Pinocho", el nobilísimo ejemplar para cuyos despojos ordenóse, con toda justificación, el arrastre lento.
Y con los apéndices y la doble vuelta al ruedo, Chucho Solórzano recibió de nuevo la pleitesía de un público, que una vez más, supo rendirse ante la manifestación de la más noble expresión de la fiesta: La del toreo – arte. (Jesús Gómez Medina, "Con el estupendo Pinocho, Solórzano bordó el toreo", El Sol del Centro, 25 de noviembre de 1974)
Así pues, con esta actuación de Jesús Solórzano hijo, se precisaron dos importantes efemérides de la recién inaugurada plaza Monumental Aguascalientes: El primer rabo otorgado en su albero, fue para él y el primer toro premiado con el arrastre lento, fue precisamente "Pinocho", de Mariano Ramírez.
Jesús Solórzano seguiría vistiendo el terno de luces casi dos décadas más y tendría momentos destacados en ese tránsito temporal. Pero el año de 1974, el octavo como matador de alternativa, sin duda que fue la cumbre de su carrera en los ruedos, pues en él dejó escritas las páginas de su historia que toda la afición recuerda.