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Desde el barrio: En un rincón del sur

Martes, 16 Ene 2018    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
...Conversador infatigable como era, Luis Ortega no renunciaba...
El mismo martes de la pasada semana, justo cuando acababa de redactarse esta columna, llegaba la noticia del fallecimiento del gran Luis Ortega en su luminoso Rincón del Sur, como él mismo tituló la página en la que, durante cientos de números, habló de toros y toreros en la vieja revista Aplausos, de la que fue auténtico alma.

Y aunque ha pasado ya una semana de su muerte en El Puerto de Santa María, casi nada se ha escrito del bueno de Luis. Si acaso, apenas cuatro o cinco líneas en memoria –esa memoria rutinaria y desmemoriada de la actual información taurina– de un periodista a la antigua que tanto escribió de los demás y que siempre tuvo un gesto de afecto para sus compañeros.

Así que, por una vez, apetece dejar a un lado el "día de la marmota" en que se ha convertido el invierno del toreo en España para dedicarle a este ingenioso gaditano un personal y aislado homenaje que, durante unos minutos de lectura, le saque de ese otro oscuro rincón del olvido al que las prisas y la superficialidad relegan a tantos personajes que nos precedieron.

Lo cierto es que, desde aquel problema vascular, Luis había dejado de viajar y de aparecer por las plazas. Sólo el año pasado pudo volver a la feria de su querido Castellón, donde tanto se le quería y donde cada noche, en el Mindoro, congregaba a un nutrido grupo de amigos ávidos de escuchar sus ocurrencias, como aquella genialidad de calificar como "desparasitarios" a los nuevos y vistosos quites que se estaban ya poniendo de moda hace un tiempo.

Y si no viajaba ya, sí que paseaba cada mañana por las calles de la capital del vino fino, entre las viejas bodegas y las soleadas playas de su ciudad. Y seguía hablando tanto como antes, a pesar de que, como secuela de aquel ataque repentino, las palabras se le trababan en unos labios que nunca perdieron la sonrisa.

Últimamente se dedicaba a ordenar sus recuerdos, viejas fotos y recortes, carteles y crónicas, libros y folletos que fotocopiaba y compartía con los demás a través del correo ordinario. Eran esos retales de historia del toreo los que, al tiempo que le ayudaban a ejercitar de nuevo su gran memoria taurina, le hacían evocar otras épocas para él más felices y activas en una profesión en la que, al paso de los años, la experiencia y el conocimiento han dejado de cotizar.

Conversador infatigable como era, Luis Ortega no renunciaba nunca a hablar de toros, ni desde la distancia ni por su dificultad verbal, por lo que el teléfono se convirtió en su mejor compañero, el que le acercaba a los buenos amigos para seguir charlando con ellos, las horas que hicieran falta, sin perder nunca las referencias de la actualidad.

Gustaba escucharle, porque Luis tenía gracia, no guasa. Y la desparramaba lo mismo en las tertulias que en sus columnas, donde todo lo taurino tenía cabida, fuera de palacio o de chabola, desde las grandes noticias a los rumores de barra de hotel, donde tantas cuestiones se cuecen en el toreo, como él tan bien sabía.

Y la perfilaba también en sus crónicas, esos textos suyos tan singulares, tan a su manera, en los que, sin querer molestar más de la cuenta, cualquier frase, cualquier matiz, adjetivo o insinuación aportaban sobre lo sucedido en el festejo del día mucho más que cualquiera de los sesudos, literarios e "independientes" análisis de los cronistas sacralizados.

Porque Luis sabía de toros, y mucho. Horas y más horas de tentaderos y tertulias de campo, su pasatiempo favorito, le granjearon un profundo conocimiento de toros y toreros, a los que, por verlos prepararse durante los inviernos, veía venir mucho antes que los demás. Por eso apostó como nadie, y no se equivocó, por aquel Paco Ojeda desahuciado por los taurinos y que acabó deslumbrando al mundo con su revolución terrenal.

Cronista de otra época, verdadero purista y catador del mejor toreo, publicista esforzado e ingenioso, Luis Ortega era de aquellos apasionados que hicieron del toreo una forma, y no un medio, de vida. Esa vida que acaba de perder en El Puerto de Rafael Alberti, en ese Rincón del Sur al que queda pendiente para siempre una visita y una tertulia a la luz de un sol capaz de iluminar el más oscuro de los olvidos.


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